El Occidente de Toynbee se desploma

26 de junio de 2020

Nietzsche describió acertadamente la forma en la que los británicos iban a desarrollar un nuevo modelo de comportamiento para la humanidad, así como una nueva interpretación de los fenómenos y de los acontecimientos:

El mal está hecho, un mal inconmensurable, y acaso el único alivio que nos quede sea el de comprobar que la peor parte de ese mal se lo han llevado ellos, pues no hay sociedad más enfermiza e insufrible que la británica. Y un británico, Toynbee, es el que nos va presentando el mundo como un curioso escenario donde las figurillas que lo componen son movidas por los grandes estrategas, para quienes toda acción debe realizarse con un objetivo supra individual, obedeciendo al imperativo categórico de favorecer al dios-progreso, al dios-historia, que mueve nuestras vidas como si fuéramos peones de ajedrez.

En el año 1952, Toynbee leyó algunas de sus conferencias en la B.B.C. de Londres. Poco después fueron apareciendo en números sucesivos de la revista The Listener, para acabar, por último, en forma de libro bajo el título: El Mundo y Occidente.

No cabe duda de que la experiencia más generalizada que ha sufrido el mundo al relacionarse con Occidente ha sido la agresión. En este sentido, Toynbee no intenta justificar este hecho, simplemente lo explica como un suceso histórico constatable. Acepta esta realidad como un acontecer ya pasado. La superioridad de occidente, hoy, podría justificar, parece querer decir Toynbee, los errores pretéritos, su barbarie y su destructiva forma de interactuar con los otros. En poco más de página y media pasa revista a como Occidente ha ido vaciando de sus pobladores nativos a buena parte de América, África y Oceanía, para terminar por centrarse en la particular relación de Occidente con Rusia.

La primera pregunta que nos surge al leer las primeras páginas de este capítulo, es la de ¿en base a qué se separa a Rusia de Occidente? No sólo resulta curiosa esta distinción, de todo punto arbitraria, sino que ante todo es sospechosa. Para Toynbee está claro que Occidente significa, ante todo y exclusivamente, cristianismo, pero no un cristianismo cualquiera, no un cristianismo como creencia, sino como cultura, cultura de poder, de dominación, de eliminación del otro, del otro visto como el demonio, como el mal. Si bien reconoce que Rusia era tan cristiana como pudiera serlo Europa, matiza este detalle haciendo caer al lector en la cuenta de que Rusia era cristiana oriental, es decir, nunca estuvo sometida a Roma, a ese ideal de dominación global para cuya consecución cualquier medio estaba justificado.

En este sentido, el protestantismo no supuso una ruptura con Roma en tanto que ideal de dominación global, sino más bien al contrario, actuó favoreciendo una aceleración de ese ideal. El protestantismo sustituye la fe por la ética. Si en el catolicismo, al menos en teoría, todo el que cree en los dogmas establecidos por la iglesia pasa a formar parte de ella ineludiblemente, sin importar el color de su piel, o su posición social, el protestantismo va a establecer la devastadora ecuación verdad-efectividad. Alguien que es negro o pobre o ignorante… no puede ser mi hermano en la fe pues ha sido maldecido por el Creador y tengo el derecho de esclavizarle, de robarle sus bienes e incluso de matarle si esa muerta supone un bien para el progreso humano. De esta forma, Occidente establece, por primera y única vez en la historia, el esclavismo racial. Lo establecen los cristianos, primero los católicos, permitido por la iglesia con un gesto hipócrita de condena, después asumido por los anglosajones y justificado como una maldición divina. Nunca en la historia una persona había merecido la esclavitud por el color de su piel. Los esclavos eran prisioneros de guerra y podían ser, por lo tanto, de cualquier raza. Ahora se ha introducido un concepto de maldición y de misión divina. Veamos cómo lo explica Toynbee:

Aunque los rusos han sido cristianos, y muchos de ellos lo son todavía, nunca han sido cristianos occidentales. Rusia no fue convertida por Roma, como lo fue Inglaterra, sino por Constantinopla, y a despecho de su común origen cristiano, la cristiandad oriental y occidental fueron siempre extrañas la una a la otra, y con frecuencia antipáticas y hostiles, como Rusia y el Occidente todavía hoy…

Dado que Toynbee está considerado como uno de los más insignes historiadores europeos, preferimos tildarle de cínico antes que de ignorante. En primer lugar, no existen, ni nunca han existido, dos iglesias cristianas: la de Oriente y la de Occidente. Existió la iglesia establecida por Isa (Jesús) y mantenida por sus discípulos –y todos ellos vivieron en oriente– hasta la llegada del último Mensajero que sellaría la profecía y abrogaría todo lo anterior, como se anuncia en el Nuevo Testamento en Juan 1, donde claramente se diferencia al Mesías (Isa), del llamado «el Profeta» (Muhammad):

19  Éste es el testimonio de Juan, cuando los judíos enviaron de Jerusalén sacerdotes y levitas para que le preguntasen: Tú, ¿quién eres?

20  Confesó, y no negó, sino confesó: Yo no soy el Cristo.

21  Y le preguntaron: ¿Qué pues? ¿Eres tú Elías? Dijo: No soy. ¿Eres tú el profeta? Y respondió: No.

22  Le dijeron: Pues, ¿quién eres, para que demos respuesta a los que nos enviaron? ¿Qué dices de ti mismo?

23  Dijo: Yo soy la voz de uno que clama en el desierto: Enderezad el camino del Señor, como dijo el profeta Isaías.

24  Y los que habían sido enviados eran de los fariseos.

25  Y le preguntaron, y le dijeron: ¿Por qué, pues, bautizas, si tú no eres el Cristo, ni Elías, ni el profeta?

Lo que Toynbee llama «la iglesia de Occidente» no es, sino la forma que el Imperio Romano adoptó para sobrevivir ante la agresión de las tribus del este y las rebeliones constantes dentro del propio Imperio. Siempre fue una opción política, no espiritual, como lo había sido en Oriente.

Este cristianismo politizado junto con su prurito insaciable de poder lo van a sufrir las iglesias cristianas de Oriente cuando los cruzados los exterminen y tomen posesiones de sus propiedades en nombre de Dios, de Cristo y, por supuesto, de Roma. Aquí Toynbee, cínicamente habla de malas relaciones entre ambas iglesias, de riñas y disputas. Muy otra, sin embargo, fue la realidad de esas relaciones. En primer lugar, las iglesias cristianas de Oriente estuvieron siempre dispuestas a dialogar y nunca se opusieron militarmente a Roma. Cuando los cruzados llegaron a Jerusalén, los cristianos que habitaban allí bajo el gobierno musulmán los recibieron con los brazos abiertos, brazos que fueron trizados por las espadas cruzadas, convirtiendo Jerusalén en un mar de sangre de todos los colores: judía, musulmana y cristiana. Que Toynbee llame a esas masacres, antipatías, es algo más que un eufemismo –es la gran trama de Occidente para ocultar la verdad y cambiar la historia.

La segunda impostura toynbiana es tratar de comparar el proceso cristianizador de Rusia con el de Inglaterra. El rey Enrique VIII mandó decapitar a Thomas More, probablemente el único hombre sano de su tiempo, para santificar su adulterio con Catalina de Aragón, siendo desde entonces –y hasta ahora– el rey o reina de Inglaterra la cabeza de la iglesia anglicana. Es curioso que los ingleses censuren la unidad entre política y religión en el Islam y no hayan caído en la cuenta de que su religión está basada en la justificación de un adulterio, un asesinato y una unión blasfema entre poder civil y religioso. Inglaterra, pues, no fue conquistada ni por Roma ni por Constantinopla, sino por un adulterofornicador. Lo que une a Inglaterra con el resto de Europa no es el cristianismo que, como ya hemos visto, fue eliminado en tanto que creencia y comportamiento en los primeros años del reinado de Constantino, sino ese deseo de dominación.

Después de este breve y transgresor repaso a la historia, Toynbee nos habla de la forma de vida y nos presenta una Europa homogénea, cristiana y romana. Nada más lejos de la realidad. La forma de vida de los pueblos escandinavos nunca ha tenido nada que ver con la de los pueblos mediterráneos. El concepto de nación no existía y cada señor feudal organizaba la vida de sus territorios como bien le parecía. Más aún, las naciones europeas no han cesado de estar en guerra continua unas con otras hasta hace 50 años. A esto hay que añadir que gran parte de esta troceada Europa se mantuvo musulmana hasta fechas muy recientes. Incluso hoy, gran parte de los Balcanes y de las repúblicas ex-soviéticas del este tienen poblaciones mayoritariamente musulmanas. Pero para Toynbee la historia hay que dividirla en dos segmentos según hablemos de ella hasta 1945 o después. Antes de esa fecha Occidente fue agresor, aunque hemos de reconocer, nos dice entre líneas Toynbee, que para bien de la humanidad. Después de 1945, Occidente es la victima del mundo, de la Unión Soviética y de China fundamentalmente. Aquí la realidad del presente es la única que cuenta. Si en el pasado Occidente fue agresor, eso es agua pasada; lo que cuenta es el presente y, por lo tanto, debemos concluir que el mundo está agrediendo a Occidente. Ante ello debemos responder que es Occidente el que sigue agrediendo al mundo y quizás con más ferocidad que nunca. En cuanto a la Unión Soviética, hemos de recordarle a Toynbee que la liberación de Europa de manos de los nazis alemanes está más en deuda con Rusia que con los Estados Unidos. Más aún, si Polonia pasó a formar parte del bloque soviético se debió a la decisión de los aliados y no a la agresividad de los soviéticos. La resistencia polaca, imposibilitada ya de luchar en su propio territorio, partió a Inglaterra y se integró en el ejército inglés. El propio gobierno provisional polaco estaba en Londres y después de la guerra los polacos esperaban que Europa reclamaría a Polonia, a lo que W. Churchill respondió: “Sí, Polonia, un país muy lejano”, y de esta forma Polonia fue entregada a los soviéticos, traicionando todos los acuerdos que se habían pactado.

En las siguientes hojas, Toynbee plantea un dilema no fácil de resolver. Parece claro que Occidente es agresor y no parece que vaya a dejar de serlo. Aquí el mundo debería reaccionar. Ni que decir tiene que para Toynbee la posibilidad de que Occidente deje simplemente de agredir no es ni mucho menos contemplada. Pero cuál debería ser la buena reacción desde un punto de vista realista. Aquí Toynbee nos presenta a Pedro el Grande como el ejemplo a seguir, si bien cae en una contradicción. Alaba en Pedro el Grande su compromiso absoluto con la modernización de Rusia y su estrategia para llevarla a la misma altura tecnológica que Occidente, las mismas armas y la misma forma de vida. A continuación, Toynbee reconoce que esta carrera rusa por igualar e incluso superar a Occidente tecnológicamente ha llevado a este inmenso país a organizar toda su vida social, política y económica en miras a ganar esta carrera o, al menos, a quedar lo más cerca posible de la victoria. Toynbee reconoce que no lo ha logrado y que cuando le parece a Rusia haber alcanzado las mismas alturas científicas, aparece un nuevo hallazgo que separa abismalmente a Rusia de Occidente:

Y he aquí que, unos pocos meses más tarde de completar la liberación del suelo ruso de la ocupación occidental alemana, en 1945, los americanos, aliados de Occidente, dejaron caer en Japón una bomba atómica que anunciaba el comienzo de la tercera revolución tecnológica occidental.

Así pues, hoy, por tercera vez, Rusia se ve obligada a emprender una marcha forzada para dar alcance a la tecnología occidental, que por tercera vez la ha dejado atrás.

No parece claro, en absoluto, que Pedro el Grande hiciese ningún bien particular a Rusia como en un principio pretendía Toynbee. No parece que el dilema entre una Rusia vulnerable a las invasiones de cualquier tipo, o una Rusia lanzada a esa carrera por adecuarse a la forma de vida occidental y, por lo tanto, asumir como suya su tecnología para no quedar relegada a una especie de país sub-occidental, quedase resuelto.

Aquí debemos preguntarnos: ¿Qué pretende pues Occidente? Por una parte, arremete contra los otros pueblos y, por otra, les obliga por la fuerza a procurarse los medios para poder derrotar a cualquier potencia occidental. Tal paradoja es solo aparente. Todos los grandes imperios saben que tomar un territorio es algo relativamente fácil, tan solo requiere de una cierta superioridad tecnológica, pero quedarse en esos territorios, hacerlos suyos, es imposible. Ya hemos visto como Roma tuvo que mantener una guerra constante contra sus propios territorios. Hoy, Estados Unidos, tras haber tenido que abandonar Vietnam, se encuentra en una situación desesperada en Irak, de donde incluso sus más cercanos aliados quieren que se vaya. ¿Qué hacer entonces? Tan sólo hay dos formas y ambas deben combinarse para lograr esa dominación total: el genocidio y la extravasación. El genocidio porque hay pueblos pertinaces que no aceptan de ningún modo la subyugación cultural (aquí el termino cultura es utilizado en su significado más amplio –religión, economía, legislación, visión del mundo…). Esto lo encontramos en los nativos de América, tanto del Norte como del Sur, los aborígenes australianos y de Nueva Zelanda, prácticamente exterminados. El concepto de genocidio es más amplio que la mera eliminación de las poblaciones nativas. África, por ejemplo, se convirtió en un arsenal humano de mano de obra esclavizada que era transportada allí donde era necesaria. En este caso era preferible la esclavitud que el propio genocidio. En cuanto al resto de los pueblos, se trata de occidentalizarlos, es decir, de extravasar toda la cosmogonía occidental a las poblaciones de los territorios conquistados o amenazados. He aquí el verdadero sentido de la globalización –deglutir al mundo de forma que todo él devenga Occidente y la dominación de un pueblo sobre otros no sea, en definitiva, más que la dominación de Occidente por Occidente o, si se quiere, un mero relevo en el poder. A escala más pequeña podemos ver este proceso en el sistema electoral de los países democrático-parlamentarios. Ahora parece que hay una guerra a muerte entre Trump y Biden, pero en realidad no es más que una puesta en escena. Gane quien gane, todo seguirá igual. Ambos defenderán los principios básicos de Occidente, por lo que uno y otro no son rivales, enemigos, sino continuadores de un mismo sistema. La idea, pues, de globalización sería la de instaurar en el mundo entero este mismo sistema. Si Francia se convirtiese de la noche a la mañana en la máxima potencia mundial, no supondría ningún cambio estructural, todos dormiríamos tranquilos, pues Francia cambiaría únicamente el matiz del color general del sistema, pero básicamente todo continuaría igual. Este es el proceso que vemos ahora en China y la Unión Soviética. Si ambos logran occidentalizarse, extravasarse completamente, entonces China dejará de ser un peligro, pues formará parte de Occidente.

Este proceso lo estamos viendo ahora en Turquía, un país oriental y musulmán que ha estado a punto de ingresar en la Comunidad Europea. ¿Como se explica esto? Precisamente por el suicidio que Turquía ha cometido para renacer totalmente occidentalizada. Se trata de que, a través de esta extravasación completa de valores, los turcos deseen ellos mismos ser occidentales. La occidentalización de sus vidas y de sus seres no es ya una cosa impuesta por algún extraño, sino su propia naturaleza, algo irreversible. He ahí el punto culminante para formar parte de Occidente –haber llegado a ese momento de irreversibilidad en el que ya no haya posibilidad de volver atrás o de rebelarse. Si entonces Turquía se convirtiese en la máxima potencia mundial, ya no sería un peligro para Occidente, pues Turquía establecería un orden mundial totalmente occidental.

Para lograr esta occidentalización hace falta inocularla en la forma de vida y, en ese sentido, como muy bien observa Toynbee, tecnología y cambio de valores es todo uno:

La réplica rusa a estos actos de agresión occidentales en el siglo XVII consistió en adoptar de una manera total la tecnología de Occidente, junto con el modo de vida occidental, que era inseparable de su tecnología.

Este proceso es relativamente fácil y rápido. Trasvasar una forma de vida a otra cuando ésta va apoyada por todo un éxito militar, tecnológico y económico, no parece y no ha sido nunca una cuestión difícil ni larga. El problema que se encuentra Occidente a la hora de esa extravasación es la resistencia ideológica. Aquí Toynbee admite que el arma más poderosa con la que ha contado Rusia desde 1917 es el comunismo, pero la verdadera magnitud de este arma es relativa. En primer lugar, el comunismo es una ideología occidental diseñada por dos alemanes, Marx y Engels, que pasaron gran parte de su azarosa vida en Londres. Aquí aparece una cuestión interesante. ¿Cómo es posible que una ideología occidental, nacida en occidente de la mano de dos occidentales, tenga por objetivo final destruir la civilización occidental? Toynbee nos da la clave al utilizar una palabra que explica no solo la verdadera raíz del comunismo, sino su posterior desarrollo. Esta palabra es herejía. El comunismo no es pues una parte del pensamiento occidental o de su ideario, sino una herejía, un error que en su debido tiempo mostrará, como tal, su inviabilidad.

Es cierto que toda herejía nace de un abuso o de una deficiencia en el cuerpo fundamental de doctrina. En ese sentido el papel de la herejía es el de corrector de esa desviación malsana, pero el hecho de que los herejes que la siguen se salgan del sistema matriz para formar grupos de oposición que, faltos de una verdadera perspectiva, se proponen no ya rectificar esos errores desde dentro, sino destruirlo desde fuera, hará que, a la larga, haya un proceso de autodestrucción de sus propios seguidores para unirse a esa matriz original. Esto lo hemos visto recientemente tanto en Rusia como en China. La caída del comunismo y del muro de Berlín no ha sido a causa de un ataque occidental, sino que ellos mismos han desmontado ese sistema basado en una herejía occidental. Ahora bien, esa caída, ese desmoronamiento comunista va a dejar intacto en el corazón de sus antiguos seguidores el molde occidental en el que se basaron para erigir esa herejía.

Llegados a este punto podemos intuir la diferencia fundamental que va tener que afrontar Occidente cuando se enfrente a territorios gobernados por ideologías no occidentales, sino propias y radicalmente opuestas a las suyas. Aquí, como ya hemos visto, Occidente tratará de utilizar el genocidio, excepto cuando esos otros territorios sean lo suficientemente robustos como para impedírselo. Es el caso de Irán, Corea del Norte, Venezuela y Siria, asociados económica y militarmente a los “cuernos del diablo” –China y Rusia. Es una asociación todavía balbuceante, tímida, a veces controvertida, pero hasta ahora está funcionado. Tampoco en estos territorios podrá implantarse de forma total la forma de vida, los valores occidentales, pues la familia sigue siendo la base sobre la que se han construido sus sociedades.

Cada vez seducen menos las propuestas estadounidenses y esto ya es un síntoma, como es un síntoma la rebelión de las comunidades negras y de color. Todo parece indicar que la humanidad está ya preparada para un cambio de tablero.

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