Las épicas siempre son falsas

sondas.blog, 18 de junio de 2020

Parece una característica propia del ser humano querer cubrir sus taras, sus defectos, sus miedos, sus aversiones. Es como si la vergüenza de haber perdido el Paraíso hubiera calado tan hondo en la consciencia humana que cualquier defecto o carencia fuese visto como una prueba de su culpabilidad. Para tapar esa desnudez, pone en marcha todo un mundo de apariencias y arreglos escénicos que le permitan convencer al otro de su belleza, su coraje, o su origen divino. Esto mismo van a hacer las sociedades, las naciones, para disimular su vergonzoso pasado. Van a crear un nuevo estilo literario –la épica– que va a funcionar como un eficaz encubrimiento ante la historia.

Pero una sociedad, ante todo, es un ideal, un objetivo común, un camino. El desconcierto existencial que muchas de estas naciones experimentan a lo largo de su historia, esa carencia de fundamentos, de anhelos comunes, de ideales, serán paliados con el espectáculo y la droga. El desenfoque con el cual Hegel, por ejemplo, entendió la historia, le llevó a emitir afirmaciones tales como que la India no fue capaz en 3000 años de escribir su historia. Pero aquí, historia, significa épica, es decir, falsificación, leyenda fantástica que camufla una realidad vergonzosa. El sabio nunca habla de su sabiduría; el fuerte nunca habla de su fuerza; el valiente nunca habla de su valor, bien al contrario, su nobleza les lleva, incluso, a dudar de sus cualidades. Frente a la arrogancia de los impostores, ellos exhiben una profunda naturalidad, e incluso cuando ganan en una arriesgada apuesta, suelen comentar preocupados: “Quizás he hecho trampa, quizás no merezco esta victoria”. Estas declaraciones son el fruto de su sincera incapacidad para apoderarse de algo que, en el fondo, no les pertenece. Nada más lejos del hombre noble, del hombre de acción, que el narcisismo, la introspección sicológica, el interrogatorio interior.

Este hombre que hemos llamado noble, pero que muy bien podríamos haberle llamado simplemente hombre, hombre de carne y hueso, no está enfrascado en la especulación, sino en la vida. Utiliza los elementos existenciales a su alcance y con ellos desarrolla su destino. Pero un destino entendido como la fuerza imparable que nos pone delante de la elección, de elegir, es decir, de llevar a cabo lo que es propio e intrínseco a la condición humana, es ya un espectáculo en sí mismo. Nuestra propia vida se convierte en un espectáculo. Y qué es un espectáculo, sino una acción trepidante, trágica, arriesgada, fatal, heroica, generosa, violenta, implacable… grandiosa, en definitiva. ¿Acaso no pedimos eso al verdadero espectáculo, que sea grandioso, exuberante, sobrecogedor? ¿No es algo grandioso y trágico y terrible ver la lucha de un hombre contra 10 leones hambrientos y verlo luchar desesperadamente incluso cuando no alberga la menor esperanza de éxito, incluso cuando la presencia de esos magníficos animales presagia una muerte inevitable, sangrienta y dolorosa? Y ni siquiera puede haber odio en el corazón del luchador solitario arrojado a un circo circundado de espectadores que gritan y le increpan para que luche, para que muera luchando, para que, en definitiva, su muerte dure más, sea más trágica y dolorosa, más espectacular. Y el gladiador acepta el espectáculo y lucha y sangra y muere bajo los estúpidos y mediocres comentarios de los espectadores: “Yo habría atacado primero al león más pequeño que le llegó por la izquierda”; y todos asienten como si fuera posible una estrategia cuando eres tan sólo un hombre, un hombre desnudo, sin armas, solo, frente a 10 animales feroces armados con garras como cuchillos y provistos de una fuerza hercúlea. Son los comentarios de los espectadores, de los hombres decorado, de los hombres que sólo existen para llenar las gradas del circo. Son los hombres sin historia, sin nombre; los que no pueden incidir en la historia porque todo pasa dentro de la arena, entre el gladiador y los leones, y ellos no tienen valor para bajar y desarrollar su propia acción, su propia estrategia. ¿Acaso podría el gladiador ser espectador, acudir a los espectáculos? Más aún, ¿necesitaría un gladiador espectáculos? El espectáculo se instala en una sociedad de espectadores, en una sociedad de hombres mezquinos, de hombres gusanos que a falta de poder actuar necesitan ver a otros actuar, vivir, vivir plenamente mientras ellos observan temerosos en sus gradas bien protegidas. El hombre noble, ese hombre de acción, no puede entender el espectáculo, no puede entender que alguien se pase la vida oliendo una manzana dibujada en un papel. El espectáculo es lo que cubre la mediocridad, la vacuidad de una vida de espectador. Mirar es siempre lo contrario de actuar y es siempre pecaminoso, vicioso, enfermizo. Nos sentamos en frente del televisor para contemplar el doloroso esfuerzo de los ciclistas subiendo una montaña, o el arriesgado giro de los motoristas a 250 kilómetros por hora. Vemos la tensión del saltador antes de lanzarse por el terraplén de hielo que lo llevará por los aires a más de 90 metros de altura. Vemos eso y muchas cosas más que excitan nuestra imaginación hasta lograr sublimar todo el vértigo, todo el pánico que nos producen esas escenas y vernos saltando, girando, pedaleando. Ese es el placer del espectador. Es siempre la masturbación, la suplantación. Suplantamos nuestra incapacidad para la acción a través del espectáculo. Pero, al mismo tiempo, el espectáculo es un síntoma del aburrimiento y del absurdo en el que viven los hombres espectadores. El espectador, así, es siempre el hombre gregario, el hombre sin ideales, sin estrategias. Es el hombre del deber bien cumplido. De lunes a viernes en la oficina, trabajando, es decir, matando el tiempo, ocupándose de cosas que ni le van ni le vienen, en cosas que no le conciernen, que no son su asunto, pero que le distraen de su situación de espectador, de su absurdo y de su aburrimiento. Los fines de semana los dedicará al espectáculo, cada vez más virtual, más artificial. Espectáculo a su medida, a la medida del nuevo espectador gusano, insignificante, mediocre, que no soporta las grandes sensaciones, que ni siquiera soporta la muerte del otro, el sufrimiento del otro. Tienen que parecer que no son seres humanos, que no son ellos los que sufren, se debaten contra la muerte, saltan o luchan, sino que son seres virtuales, fabricados con la electrónica. Un mundo de apariencias que no remueva demasiado las aguas pantanosas de su consciencia.

Era la tribu de los Quraish la que necesitaba el espectáculo, las grandes fiestas donde se mezclaba la adoración de unas estatuillas de barro o madera, con el comercio, la danza, el sexo, la tiranía, la venta y compra de esclavos. Los seguidores del profeta Muhammad se movían entre las sombras que proyectaba la noche. Se reunían clandestinamente en la casa de Arkam; emigraron a Abisinia, luego a Medina; organizaron un nuevo territorio regido por la objetividad divina; unificaron las tribus árabes; establecieron un nuevo sistema económico en el que la usura estaba prohibida; destronaron a los viejos y despóticos imperios; crearon una nueva arquitectura, un nuevo arte, nuevas sociedades. No hay lugar para el espectáculo, pues su propia vida es ya un espectáculo continuo, una actividad continua. El espectador no tiene proyectos, pues todo le viene grande, pero los compañeros del Profeta preparan el nuevo orden mundial para los próximos 1000 años –escriben, traducen, comentan, desarrollan teorías, las adaptan, las completan, viajan, establecen nuevas ciencias, recuperan el saber de los antiguos, establecen bibliotecas… rutas. Así es como toda Indonesia se convierte al Islam.

El hombre gusano enseguida convierte todo en un espectáculo. Las ejecuciones de los nativos colonizados, los cabarets, los siniestros teatros nocturnos de las grandes ciudades donde se dan cita, como en una danza macabra, las prostitutas y sus clientes, las invasiones televisadas, los escándalos financieros, los cotilleos de las revistas del corazón, los viajes turísticos, los acontecimientos culturales, las campañas electorales… todo para encubrir una vida miserable y vacía, sin más razón de ser que la mera inercia existencial.

En el sistema profético no hay lugar para el espectáculo. Los creyentes se sientan en círculo y conversa con sus hermanos. La reunión es lo contrario del espectáculo. Allí todos participan, todos son protagonistas, todos enseñan y aprenden. El espectador, en cambio, es pasivo, es el mirón, pues son los otros los que actúan, los que viven una situación.

El espectáculo es ante todo religioso, chamánico. En las ceremonias religiosas se canta, se tocan instrumentos, se transmutan elementos, se bebe alcohol, se ingieren drogas, se sacrifican seres humanos… se danza. En el sistema profético solo hay sumisión al Creador. Más aún, el creyente se unifica en la adoración. Todo lo externo desaparece, toda diferenciación, hasta llegar a una toma de consciencia en la que sólo queda una presencia que invade cuerpo y mente. El espectáculo, por el contrario, es precisamente lo que nos saca de la interioridad para arrojarnos a la exterioridad falsa, montada, virtual. No sólo no hay espectáculo en los actos de adoración, sino que ni siquiera hay mundo, yo, lo otro… sino una extrema concentración en la verdadera realidad que subyace a todo elemento existencial. Algo que en situación normal desaparece y es imposible aprehender.

El espectáculo es olvido, enajenación…

Espectáculo también significa olvido. El espectador vive absorto de espectáculo en espectáculo olvidando su propia condición, acallando de esta forma sus interrogantes, su sensación de absurdo, sus preocupaciones. El espectáculo comienza y todo cae en el olvido. El espectáculo es olvido, enajenación. Faraón convierte en espectáculo la reunión con el profeta Musa para comprobar si dice la verdad y ver su poder. Los creyentes, en cambio, recuerdan. Recuerdan la muerte. Los cementerios en los países musulmanes están en medio de las ciudades, por todas partes. En Occidente, los cementerios están fuera, lejos del alcance de la vista de los transeúntes. La muerte es algo que hay que olvidar, ocultar, desterrar de nuestros pensamientos. Esta es otra de las tareas del espectáculo –hacernos olvidar la muerte, la otra vida. Incluso los templos están decorados como en un espectáculo –imágenes pintadas en los techos, en las paredes, en las columnas, en las vidrieras… pero también esculturas, grabados y ropas espectaculares de los oficiantes. Los templos deben recordar el espectáculo, ser el escenario de un espectáculo. Las mezquitas, en cambio, son espacios amplios y desnudos sin sillas ni bancos, tan solo un espacio abierto donde la gente, sin zapatos, sin suciedad traída de fuera, se sienta en las alfombras y estudia, enseña o conversa. No hay un rito especial y ceremonioso, ni siquiera hay una jerarquía establecida, cualquiera puede hacer de imam y dirigir la salah. No hay gritos ni espavientos, todo se desarrolla con una naturalidad sobrecogedora.

Los griegos hicieron del vino, de su efecto, un dios, un ilah y le dieron un nombre y una personalidad propia –Baco. Aquí vemos cómo el espectáculo y las drogas, agentes de esa suplantación de la realidad, adquieren la categoría de ilah, de nueva realidad que se despliega ante nuestra consciencia hasta ocultar y cubrir la verdadera realidad, el recuerdo, nuestra condición humana de criaturas. Unicidad o multiplicidad –realidad  o virtualidad, recuerdo u olvido, espectáculo o vida, drogas o consciencia.

Resultará difícil encontrar en el espectáculo algo como los límites. Todo estará permitido, incluso aquello que la propia sociedad prohíbe o considera indigno, soez y delictivo. La propia idea de espectáculo justifica cualquier exceso, cualquier brutalidad o cualquier asalto a la ley. De hecho, la tortura, en muchas ocasiones funciona como espectáculo. Ahí tenemos el ejemplo de Abu Garib en Irak, o de Guantánamo en Cuba, y de otros lugares parecidos en Afganistán. Las torturas a las que son sometidos los prisioneros no tienen como fin obtener información, entre otras cosas porque no hay ninguna información que obtener. Es una situación clara. Un país que lucha por liberarse de sus invasores. Pero enseguida vemos que las torturas empleadas contra esos ciudadanos iraquíes encarcelados por un ejército de ocupación, son un mero divertimento, un espectáculo que se han montado los soldados norteamericanos, británicos y demás aliados, para pasar el rato y distraerse, un espectáculo que cubra la realidad que se despliega ante sus ojos. Una realidad vergonzosa que hay que cubrir con el espectáculo, con la diversión. Aquí el espectáculo funciona, pues, como velo, algo que nos impide ver lo que en realidad está pasando.

En este mismo sentido, la violación es otro tipo de espectáculo. En una sociedad en la que predomina el hábito social del espectáculo, tiene que haber, necesariamente, un alto porcentaje de violaciones. Ya que, violación significa, ante todo, puesta en escena, montaje, encubrimiento. La violación encubre insatisfacción y frustración, pero también incapacidad para seducir, para enamorar. Es el espectador el que viola ante la incapacidad para mantener una relación normal que exige acción, que exige actuar, ser actor.

Una parte fundamental del espectáculo son las vallas publicitarias. El hombre espectador actual no puede estar mucho tiempo sin asistir a un espectáculo, por ello le han montado uno permanente en la calle, mire a donde mire se despliega ante él un slogan acompañado de una escena “espectacular”. No tiene que hacer un arriesgado viaje a la selva amazónica o llegar al último confín del desierto, basta con que compre un buen todo terreno para incorporarse al espectáculo. Basta con comprar ese coche o ese paquete de cigarrillos para sentir que ha comprado también la chica medio desnuda que los anuncia.

La huella es siempre del protagonista. La vida de Salman Al Farisi era excitante porque era real. Todas aquellas peripecias tanto externas como internas, le habían pasado realmente. Su viaje físico y su viaje espiritual resultaban espectaculares, llenos de peligros, de emociones, de dudas, de desgarros, de penalidades, de incertidumbres. Era realmente la vida de un hombre, el viaje histórico de todo un personaje, de todo un actor. Un impulso vital que le llevó a modificar la historia de la humanidad, a incidir en ella. Salman Al Farisi y su estrategia del foso, su iman indestructible, su fidelidad, su inteligencia, su buen carácter, su inquebrantable camino hacia la verdad que le llevó a ser esclavo y después a ser nombrado, por el propio profeta Muhammad, miembro de su familia. La vida de Salman al Farisi era una vida espectacular pero no fantástica. El espectador ha dejado de percibir la diferencia entre lo real y lo fantástico. Todo se ha mezclado en su visión de las cosas. Por eso le resulta difícil, aún al contemplar la majestuosidad, el orden y la funcionalidad del universo, creer en la existencia de un Creador. Sin embargo, no le cuesta ningún esfuerzo creer en el zodíaco, las brujas o los extraterrestres. Estas entidades fantásticas forman parte del espectáculo general. La vida del espectador cuando no asiste a un espectáculo es tan miserable y mediocre que necesita creer en algo fantástico a condición que no trastoque su forma de vida, que no le exija un cambio radical de hábitos.

El libro también es hoy espectáculo y, de la misma forma, los escritores. Éstos han tenido que convertirse en bufones y exhibicionistas para poder vender sus libros. Los dedican a gente que ni siquiera conocen y asisten a los shows televisivos más de moda en los que deberán responder a preguntas estúpidas y escandalosas para motivar a los espectadores a comprar sus “ideas”.

Al mismo tiempo, la fama actúa como una droga que obliga al aspirante a formar parte del espectáculo, de cualquier espectáculo que en ese momento convenga. Pero, ¿qué es la fama realmente? Es lo que nos permite subir al escenario, ser espectáculo, protagonizar el montaje que los grandes consorcios de la comunicación de masas han preparado para el famoso. Pero la fama no es gratis, ya hemos visto que todo espectáculo exige un precio para poder ser visto, para poder disfrutar de él. El famoso deberá pasar por un sinfín de pruebas –posar como modelo en alguna revista de moda, presentar un programa de televisión lo más popular posible, es decir, lo más bajo y soez posible. Aceptar bromas, participar en escándalos amorosos.

Sentarse con unos amigos y ver tranquilamente como la noche llega y hace desaparecer el día, he ahí el gran espectáculo, la gran integración. Sentir, oír el silencio de la noche cuando está a punto de romper el alba, ese instante mágico que queda roto por el canto del gallo y el gorgojeo de algunos pájaros –quizás no haya nada que pueda igualarse a su majestuosidad callada. Pero el espectador está durmiendo, está abatido, destrozado por el espectáculo que le han montado, por todas esas pasiones de los otros y duerme y no puede sentir, ni conocer esos instantes. No le importa, está acostumbrado a los sucedáneos, a lo artificial, le bastan las fotos para vivir la magia de la noche, del crepúsculo, de los paisajes helados de las altas montañas. Para él es lo mismo. La realidad y la virtualidad se confunden en su aturdida comprensión de la realidad.

El tiempo entre dos espectáculos está íntimamente ligado a las drogas. El propio espectáculo funciona como droga, como excitante y alterador de la consciencia. Al mismo tiempo que es a veces la droga la que sustituye al espectáculo, la que actúa como espectáculo. Hoy en día es difícil trazar una línea claramente divisoria entre espectáculo y droga. Podemos decir, sin embargo, que la droga es algo más permanente, más cotidiano y asequible. La droga se instala en la vida del espectador cuando el espectáculo no logra cubrir su desesperación o su absurdo, su sufrimiento. Cuando estos son demasiado intensos, el espectáculo no basta para encubrirlos, para disolverlos. Están demasiado presentes y, por lo tanto, se hacen necesarias las drogas, sustancias que logren la enajenación completa.

La droga es siempre fatal pues cada vez hace falta un producto o una dosis más fuerte. El consumo de drogas generalizado muestra el fracaso de una sociedad. Su incapacidad para generar una felicidad flotante de la que todos sus miembros, en menor o mayor medida, participen. Pero ya hemos dicho que una sociedad sin ideales, sin objetivos, no puede generar esa felicidad, y lo que vemos a nuestro alrededor, son sociedades sin otro ideal ni otro objetivo que acudir al mayor número de espectáculos posible y consumir el mayor número de drogas al alcance de la mano. Droga, pues, como placer momentáneo, como disfrute momentáneo de un paraíso artificial.  Drogas para el tiempo libre y drogas para el tiempo de trabajo. Drogas para dormir y drogas para mantenerse despierto, drogas contra la depresión y drogas para adelgazar, drogas para leer y drogas para escuchar música o escribir o componer. Y de todas ellas, la más destructiva y utilizada es el alcohol. Una droga barata que nos anestesia contra el sufrimiento, las situaciones difíciles, el fracaso, el miedo o, simplemente, neutraliza la sensación de absurdo existencial. El alcohol va destruyendo al individuo y a todo su entorno, familiar, laboral, vecinal. Todo lo que se encuentra dentro de su radio de acción queda manchado y destruido por el alcohol. El final es siempre una muerte dolorosa y terrible acompañada de terroríficas alucinaciones (delirium tremens) que será utilizada por los consorcios de la comunicación para crear espectáculo a través del cine, del teatro o de las novelas. El espectáculo aprovecha todas las circunstancias para desplegarse y ocultar la realidad, al tiempo que hace del sufrimiento ajeno una fuente importante de ingresos. Nadie ha sacado más partido del genocidio de los nativos de América que los Estados Unidos. Miles de películas que presentaban al indio como un ser salvaje sin cultura, sin civilización, más aún, sin sentimientos, cruel, asesino, mentiroso, mezquino… frente a unos colonos blancos, europeos, sabios, heroicos, misericordiosos, nobles… han inundado el mercado mundial. Esta imagen se ha mantenido durante décadas, justificando uno de los mayores atentados contra la humanidad. Durante varias generaciones, este género ha ocupado buena parte del negocio cinematográfico de Hollywood, así como otros negocios paralelos como libros, ropa india y del ejército americano, pistolas, arcos, hachas, etc. Lo mismo hicieron los británicos, si bien en menor medida, con la invasión de la India. De esta forma, la destrucción, el genocidio y el pillaje, se convierten en espectáculo sacándolos así de la realidad, de la historia y convirtiéndolos en espectáculo, en algo ajeno a nuestras vidas, provocando en nosotros sentimientos que duran lo que dura el espectáculo, ya que el espectáculo es siempre algo momentáneo. No puede haber acusación –la frase: “Eso pertenece al pasado”, elimina cualquier responsabilidad. Hoy está de moda pedir perdón públicamente, de forma que ese gesto de humildad y reconciliación distraiga del hecho de que se está obrando de la misma forma en que se obró y de la que ahora nos disculpamos. El espectador es siempre un hipócrita, carece de valores, pues lo único importante es que el espectáculo comience, aunque para ello, para que haya espectáculo, sea necesario una catástrofe, una guerra, un genocidio. Contra más espectacular sea el espectáculo, mejor y mayores beneficios.

Otro efecto propio de las drogas es la soledad y el individualismo. El espectador no tiene amigos pues la vida fuera del mero hecho de ser espectador, no es más que rutina, tiempo de espera que normalmente se pasa con drogas. El espectador vive de espectáculo en espectáculo, el tiempo intermedio entre ambos no existe, a decir verdad. El espectáculo es placer solitario, es el placer del mirón, del auto-masturbador, ya que en el espectáculo no hay participación, sino mirada. El espectador disfruta de que no es él el que actúa, el que sufre, el que ama, el que lucha, el que muere. Su disfrute es mirar, estar lejos de la escena real, del momento, de la ejecución de un acto. El espectador vuelve a casa vacío, deprimido, sintiéndose miserable. Él nunca habría podido enamorar a aquella mujer maravillosa, ni batirse contra aquellos hombres, ni galopar como el protagonista de la película, ni realizar un solo de piano magistral, ni dirigir una orquesta, ni componer un drama…. ni nada de nada. Él es un espectador y ahora que el espectáculo ha terminado, necesita drogas, algo que le haga olvidar su mediocridad de espectador, de mirón, de auto-masturbador.

La droga anima al apabullado espectador, al hombre de pasiones somnolientas. Sobre todo el alcohol, ya lo hemos dicho, es la droga del atrevimiento, lo que nos ayuda a atrevernos, pues la vida vivida plenamente es siempre un atrevimiento, una audacia. La borrachera es un espectáculo en el que el borracho, por un tiempo, baja al escenario para actuar sabiendo que mientras dure la borrachera no será consciente de esa actuación. Es la única forma en la que el espectador podrá transformarse en actor – estando fuera de la órbita de su consciencia, no sabiendo, no estando plenamente, como en un sueño, ni vivo ni muerto, vagando en la zona gris de la indeterminación, de lo tibio, de lo mediocre.

La droga y el espectáculo

le hacen al espectador

encogerse de hombros

ante la realidad…

La droga y el espectáculo le hacen al espectador encogerse de hombros ante la realidad, ante la injusticia, ante el atropello, ante la mentira. Todo le da igual, todo es un espectáculo, algo ajeno y alejado de él, algo que no le incumbe. La propia etimología de la palabra nos trae su significado. Espectador es una palabra de origen latino: spectatio que significa vista, mirada, espectáculo, y también viene de la palabra spectator-ris, que significa observador, mirón, examinador, y aquí vemos que los espectadores son también examinadores, es decir, los de afuera, los que juzgan, los que absuelven o condenan. El espectador es el que pasea, el que observa el espectáculo. Examen, pues, como espectáculo, espectáculo de vigilantes, atentos para ver si pillan a alguien copiando y pueden humillarlo, humillación, de nuevo, como espectáculo o como parte del gran espectáculo-examen.

Hablamos de espectáculo, de droga, pero aquí droga no significa sólo narcóticos porque droga es todo aquello que nos saca del recuerdo, de la acción, de la implicación. ¿Y qué es el hombre sin el recuerdo, sin la acción? Es una identidad deprimida, angustiada, atemorizada que quiere liberarse de esos sentimientos, de esos estados anímicos y por eso acude a los espectáculos y se droga. Se droga con la heroína, con la cocaína y se droga con el consumo, con la moda. La moda es la única acción que se le permite al espectador, la acción de exhibirse, de mostrarse. Pero mostrarse, exhibirse, es ya una forma de prostitución. La prostituta necesita mostrarse para poder atraer a un cliente. Pero eso mismo hacen todas las prostitutas; por lo tanto, cada una de ellas necesita mostrarse cada vez más atractiva, cada vez más atrevida. En el sistema profético, en cambio, todo paso dentro, en la privacidad, pues no hay espectáculo que mirar o mostrar. En las sociedades occidentales, la mujer se marca, se distingue, como la prostituta, por su ropa, por su desnudez, por su atrevimiento, por su mostrar aquello que atrae. Después, cuando llega a casa, acaba el espectáculo, se pone cualquier ropa y rulos en el pelo. Lo mismo que hace la prostituta, pues en casa no necesita mostrarse ni atraer, el negocio está fuera.

Mas la moda ha tocado también a los hombres y a los niños. Si a través de la moda la mujer abandona su rasgo más característico que es el del recato, el hombre sacrificará su virilidad para exhibirse. Espectador-exhibicionista serán los dos polos de atracción entre los que vivirán los occidentales. Pero falta de virilidad significa romper el equilibrio de la balanza existencial. Todo en el universo se mantiene a través de un complejo sistema de fuerzas que se neutralizan unas a otros y mantienen una armonía admirable a nuestro alrededor. Si el hombre pierde la virilidad, es decir, su característica más propia, significa que otra fuerza tendrá que acudir para llenar el vacío. Esa fuerza hoy la ha asumido la mujer. La mujer de hoy, en las sociedades occidentales, ha tomado el papel del hombre. Es ella la que decide, la que elige, la que se arriesga, la que grita y da un puñetazo encima de la mesa. Es ella la que tiene aspiraciones, ideales. La mujer de hoy es la que busca la aventura, el poder, el éxito. Pero la estructura existencial de la mujer, su cuerpo, su psicología, no están preparadas para funciones que no le son propias. No se trata de que la mujer sea inferior al hombre en cuanto que ser humano, pero sí es radicalmente diferente a éste. Esa diferencia se traduce en complementariedad, en equilibrio de fuerzas, en armonía. Uno a otro se complementan, llena uno las carencias del otro y viceversa. Alterar este orden es caer en el caos como ha ocurrido en las sociedades occidentales de hoy, donde la familia ha saltado en pedazos y han proliferado la homosexualidad, el divorcio y el adulterio. La feminidad y la virilidad son dos fuerzas gigantescas que mueven las sociedades y que tienen su representación en todo el universo. Fuerzas de absorción y fuerzas de penetración.

La misma tragedia se despliega cada día en los niños, en los hijos. Ese niño espectador pronto se aburrirá de su familia y la abandonará por otra relación más cómoda todavía. Se irá a un piso con amigos, pero mantenido por su familia, la cual verá con buenos ojos esta decisión ya que también ella acabara cansándose de los hijos, un verdadero obstáculo para el hombre espectador a quien se le quita su movilidad. Las relaciones entre padres e hijos comienzan a deteriorarse cada vez más pronto -yo salgo a cenar con unos amigos y tu madre con unas amigas, así que toma 50 dólares y diviértete. Pero no es cierto. Ese hijo espectador sabe que su padre se irá a cenar con una nueva amante y que lo mismo hará su madre. Todos pretenden que todo va bien y todos saben, al mismo tiempo, que todo ha sido un fracaso. Es el precio, el verdadero precio del espectáculo, de la droga, de la ropa de marca, de la moda, moda también como hábitos.

Es el síndrome de la madre de Schopenhauer. Era una mujer atractiva y educada que había establecido varios salones literarios en su casa. En ellas recibía a la flor y nata de la intelectualidad alemana y en ellas, sobre todo, se exhibía, era admirada por esos hombres importantes. El niño Schopenhauer representaba para ella un obstáculo, un estorbo. Tenía que cuidar de él cuando lo que ella quería era exhibirse ante esos intelectuales, destacarse por encima de las demás mujeres, de las demás prostitutas, ser ella la prostituta más cotizada. Schopenhauer creció en medio de la más absoluta soledad, sintiendo constantemente que era rechazado, que era una molestia para su madre. Su padre acabó suicidándose –seguramente representaba el segundo estorbo.

Mariam, en cambio, desaparece como identidad propia y se dedica a cuidar de Isa (Jesús). Él es el importante, el protagonista, y, por lo tanto, su vida gira en torno a él, y es así como Mariam pasa a la historia, y es así como la madre de Schopenhauer es sepultada por la historia, ignorada, aniquilada. Mariam no busca el espectáculo, sino la acción, la acción noble de aceptar su destino. Pero el destino de una persona es siempre múltiple. Al hombre siempre se le presenta su destino como una multiplicidad de destinos. Destinos inferiores, nefastos, secundarios, o el destino superior, el más elevado. Y ese es el fracaso continuo del hombre espectador, que siempre elige el destino más inferior, más mediocre, menos noble. Mariam se somete al Creador y de esa forma pasa a la historia, forma parte de la trama existencial, de los héroes. La madre de Schopenhauer, sometiéndose a su nafs, a su yo, más caprichoso, adopta un destino infame y se sale del flujo de la historia. De la misma forma que Isa elevó a Mariam a una alta estación por el mero hecho de ser su madre, también Schopenhauer habría elevado a su madre a una alta estación si esta hubiera actuado de la misma manera, si hubiera comprendido que entre los dos destinos que se le ofrecían era superior el de ser la madre de Schopenhauer, que el de ser una dama de salón literario.

Moda como droga, consumo, novedad, siempre renovándose, cambiando los decorados, los muebles de la casa, el modelo de coche, la ropa, el peinado, bronceándose, pero siempre el mismo nafs dentro, siempre, pues, la misma insatisfacción, la misma ansiedad y angustia.

Con la emigración del Profeta y de sus compañeros a Medina, comienza la verdadera historia, el último tramo que rectifica y anula a los anteriores. Transmisión de unos hechos y de unos dichos verificados y, por lo tanto, única fuente de certitud –la recopilación de hadices es el primer trabajo de periodismo crítico y científico que nunca más se volverá a dar.  A eso se refiere Nietzsche cuando habla de la aristocracia árabe como de la más grande nación de hombres nobles. Nación musulmana que busca la veracidad, la exacta transmisión y, para ello, desarrolla las ciencias y el arte de vivir. El Islam expulsa a los espectadores y al espectáculo allí a donde llega. Todo territorio en donde se asienta se convierte en un territorio limpio sin espectáculos, sin modas, sin drogas. Un mundo de acción, un mundo de destinos superiores.

El espectador ha visto, ha mirado muchos espectáculos, pero no sabe cómo funcionan, no sabe cómo en realidad es el amor, el odio, la lealtad, la pasión, la culpabilidad, el rencor. Necesita drogas para actuar sin estar presente, sin que su consciencia participe. Toda su vida está tamizada por el efecto de las drogas, no sabe moverse sin ellas. También en la espiritualidad las necesita; de hecho, todos los ritos religiosos las usan de una forma o de otra. Se bebe vino, se fuman hierbas alucinógenas, se excita el sistema nervioso con movimientos rítmicos continuados, se repiten frases hasta llegar a un estado de catarsis, se organiza, de una forma u otra, un espectáculo. Es el chamanismo frente al sistema profético.

Estamos viendo cómo la droga se convierte en espectáculo y el espectáculo en droga, combinación mortífera que produce amnesia total. Eso es lo que vemos en los medios de comunicación –espectáculo y droga. El espectador “mira” las noticias y eso le excita porque no le incumben –las guerras, el hambre, la desesperación, la demagogia, la tiranía… todo eso está fuera de él, es el afuera, lejos de él, separado de él.

El espectador no puede ser viajero, sino turista, avión, ticket de ida y vuelta, hotel y fotos. El creyente, en cambio, no es turista, sino viajero. El caravanero es el gran transmisor de culturas, el que las encuentra, las asimila y las lleva de vuelta a su tierra natal. Nuevos productos, nuevas técnicas, otras formas de pensar, de construir, de organizarse socialmente, de relacionarse entre los miembros de su sociedad. La vuelta de la caravana es algo más que un simple regreso de los hombres. Es el encuentro con otros mundos. Es el gran acontecimiento. De aquí surge el relato, el círculo –todos sentados esperando a que los caravaneros cuenten sus peripecias, no un espectáculo, sino una experiencia. He ahí los verdaderos medios de comunicación –los relatos de los viajeros.

Los medios de comunicación son también una droga, un pasatiempo, algo con lo que entretenerse mientras llega el espectáculo, el que sea. Se leen periódicos, libros, revistas, se escucha la radio, se ve la televisión, sin que nada logre, verdaderamente, llegar a la consciencia del hombre espectador. Mañana esa realidad virtual habrá cambiado y los buenos de hoy serán presentados entonces como los malos, los culpables. Y nada se altera en la consciencia del hombre espectador, todo lo asimila, lo engulle y lo digiere con la misma parsimonia con la que se bebe un vaso de agua o contesta al teléfono. Lo que realmente le importa es el espectáculo, la partida de cartas, el teatro, la ópera, los night club, los conciertos, las exposiciones, los carnavales, los chismes sociales, las catástrofes… A veces el espectador, con el tiempo, se va haciendo inmune y necesita de las drogas para potenciar la sensación placentera que le produce la desgracia ajena. Cada vez necesita más voltios, más intensidad, más desgracias, más sufrimiento para sentir que asiste a algo grande, a un gran espectáculo. Los medios de comunicación actúan como verdaderos trasplantadores de valores. Es un proceso de vaciado primero y de llenado después que va conformando al ciudadano prototipo y uniformado que se alimentará de espectáculos y drogas.

El espectador es el ser aberrante que ha dejado de actuar, de moverse, de recordar su condición de criatura. Se ha vuelto un mirón y como la esposa de Lut en la tradición judía, se ha vuelto estatua de sal. El espectador es una estatua. Todo se mueve a su alrededor excepto él. No quiere sentir, arriesgarse, por eso no hay lugar para él en la historia. No puede ser protagonista, sino extra, un bulto que cumple la función de decorado. Entrar en la historia significa entrar en la acción, devenir con ella, moverse con ella, actuar con ella. Pero la historia es siempre un riesgo, es un estar expuesto públicamente a ser juzgado por una especie de consciencia universal que se hace portadora de unos valores que sobreviven a los meros intereses particulares de las naciones o de los individuos. Hacer historia significa meterse en la trama, ser protagonista, estar en primera línea, bajo la atenta mirada de la propia historia. Aquí entramos de lleno en el mundo de la épica. Según el diccionario:

Se entiende por épica aquellas manifestaciones literarias de carácter narrativo que cuentan con un lenguaje solemne y majestuoso las hazañas legendarias de héroes o los orígenes míticos de un pueblo.

Esta definición, aparentemente llena de inocencia, esconde una manipulación y una falsificación, precisamente porque ningún pueblo tiene orígenes míticos, sino muy concretos y en muchas ocasiones, vulgares. Más aún, lo mítico, por definición, se refiere a lo que no es real. Mítico es algo fantástico que se quiere hacer pasar por verdadero. Por lo tanto, decir que una nación tiene un origen mítico, significa que tiene un origen fantástico, falso… que no tiene ningún origen. Cuando un pueblo, una nación, utiliza la épica para hablar de sí mismo, para tratar de convencer a otros pueblos de su origen fantástico, lo que está haciendo, en realidad, es ocultar la verdad, ocultar su verdadera historia, sus verdaderas actuaciones, sus verdaderas relaciones con otros pueblo y naciones. Tampoco resistiría un análisis lingüístico la frase “las hazañas legendarias de héroes”, que aparece en la definición de épica. ¿Por qué? Y bien, por la misma razón que hemos apuntado para la palabra mítico. Legendario viene de leyenda, que es una narración de hechos fabulosos que se pretenden hacer pasar por históricos. Es decir, que son narraciones falsas, narraciones que relatan acontecimientos falsos, fantásticos, que sólo existen en la imaginación del autor. Ahora bien, si esos acontecimientos, esas hazañas son falsas, fabulosas, inventadas, ¿qué diremos de los héroes que las ejecutaron? En primer lugar, vemos que la palabra héroe tampoco se refiere a lo real sino a la fantasía, a la imaginación. Héroe significa hijo de un dios o una diosa y un mortal. Si unimos todas estas palabras ahora y rehacemos el texto que definía la palabra épica desde el punto de vista de la interpretación, tendremos que la épica es una narración que cuenta las hazañas fantásticas de seres inexistentes y los orígenes falsos de un pueblo. Cabría que nos preguntásemos ahora, qué mueve a una nación a presentarse a los otros y a sí mismo de esta forma, pues si los orígenes que pretendo tener son falsos y los héroes que justifican su grandeza y su soberbia son seres inexistentes, todo parece indicar que estoy ocultando un origen o una historia vergonzosa.

La primera referencia la tenemos en los griegos. Incluso se podría afirmar que son ellos los primeros en utilizar ente género literario. Si bien la referencia típica suele ser Homero y su Ilíada y Odisea, podemos rastrear la épica también en los historiadores griegos y en muchos otros de sus poetas. ¿Qué es lo que intenta ocultar Grecia cuando escribe su épica y su mítica historia? Muchas cosas. En primer lugar, los orígenes míticos les permiten justificar una política de colonización y sometimiento de otros pueblos, basándose, precisamente, en el derecho a dominar que nos da ese origen superior, divino. Pero también es utilizada la épica, es decir, la falsificación histórica, para atacar al poderoso Oriente y desprestigiarlo. Si Grecia tiene un origen mítico y su historia está llena de las hazañas de sus héroes, Oriente será una agrupación de piratas y bárbaros, sin pasado, sin origen, con la sola voluntad enfermiza de destruir la magnífica civilización occidental. Todos se van a poner manos a la obra para lograr forzar la historia hasta hacerla coincidir con sus propósitos expansionistas y hegemónicos.

La gran mayoría de lo que se pretende llamar civilización griega es falso. Su conocimiento provenía de Arabia, India y Egipto fundamentalmente. Su democracia fue fabricada por sus historiadores, la realidad es que sólo un 30% de los habitantes de Atenas podía votar, los esclavos eran cruelmente tratados y las mujeres carecían de todo derecho. Esta realidad vergonzosa ha sido cubierta magistralmente por una épica que fluyó no sólo por la literatura, sino también por la historia.

No obstante, toda esa épica y todas esas crónicas fantásticas sobre la sociedad ateniense, no hubieran podido resistir el paso del tiempo ni una crítica rigurosa, de no haber sido por el esfuerzo de Europa por presentarla como su propio origen y cuna de la civilización humana. La razón por la cual Europa ha aceptado e incluso promovido esta mistificación histórica, la encontramos en la falta de un origen propio que justifique su política expansionista y colonialista. Basta con escuchar a los artífices de tal montaje para entenderlo:

   … Sólo las sociedades civilizadas tienen el derecho de ser imperialistas. Los estados avanzados de occidente han tomado en la arena internacional el papel que el padre adopta en la familia.

Paul Leroy-Beaulieu (1813-1916), profesor en el Collège de France.

*

… Las razas superiores tienen derechos porque tienen deberes. Tienen el deber de civilizar a las razas inferiores…

Francia no puede ser meramente un país libre, sino un país grande, ejerciendo toda su poderosa influencia sobre el destino de Europa. Debe propagar esta influencia por todo el mundo y llevar a cada rincón del planeta su lengua, su bandera, sus ejércitos y su genialidad.

Jules Ferry (1832-1916), famoso político de la Tercera República.

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Tenemos la certeza de que los misioneros alemanes, y los empresarios alemanes, y los productos alemanes, y la bandera alemana, y los barcos alemanes serán recibidos en China con el mismo respeto que lo son los demás poderes.

Canciller Bernhard von Bülow (conde y después príncipe; 1849-1929)

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Es cierto que hemos llegado tarde, pero esa tardanza es nuestra juventud… La marea eslava se va a elevar y a sobrepasar sus fronteras actuales. La lengua eslava va a ser escuchada en todos los rincones del mundo, y la pronunciarán labios rivales.

Kollar, pan-eslavisa.

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Estoy convencido de que estamos trabajando en beneficio de la cristiandad, la paz, la civilización y la humanidad manteniendo grande nuestro imperio. Somos la primera raza del mundo; a cuantos más países colonicemos, de mejor forma contribuiremos a salvar la raza humana. Somos una raza elegida por Dios para la salvación de la humanidad.

Lord Wolseley, hombre de estado británico.

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Ahora bien, ¿en base a qué Europa se empeña en ser la heredera de Grecia y hacer de aquella el origen de occidente? Muy al contrario, si analizamos los puntos sobre los que se asienta la susodicha civilización occidental, enseguida veremos que fundamentalmente es árabe-musulmana.

Un primer punto podría ser la filosofía griega. Llamar griego a un pensamiento que se desarrolló en China e India mucho antes de que nacieran Platón ó Aristóteles, parece un claro ejemplo de usurpación. En el Taoísmo encontramos un estoicismo mucho más evolucionado e implantado en la sociedad china, en continua disputa con el Confucionismo, que representa, a su vez, un monumental desarrollo de las estructuras sociales y de los conceptos de estado y gobierno. De la misma forma, vemos un claro monoteísmo filosófico en la India mucho antes de Aristóteles y Platón. Sin embargo, y aun admitiendo una cierta originalidad en el pensamiento griego, éste no llegará a Europa sino a través de los pensadores musulmanes. Es Averroes el que rescata, traduce la obra de Aristóteles y la comenta. Incluso en la alta edad Media y el Renacimiento, todos los filósofos europeos tendrán que seguir recurriendo a Averroes para adentrarse, con ciertas posibilidades de éxito, en el intrincado pensamiento aristotélico y platónico. Sin embargo, el Islam desarrolla su propia epistemología, que es lo que realmente va a influenciar Europa, pues todo el misticismo español, inglés y alemán va a derivar de este pensamiento islámico.

El pensamiento islámico no se desarrolla a través de la filosofía griega, sino que tiene su propio corpus de pensamiento: La filosofía, como tal filosofía, es ciertamente un producto griego y, como tal, lo asumieron los musulmanes, en forma de falsafa, transcripción del término griego philosophia. Pero el Oriente islámico tenía otro término – hikma, o sabiduría. Esta sabiduría sería más o menos la misma filosofía griega pero vivida desde una concepción mucho más amplia que abarcase lo humano y lo religioso, lo divino y lo mundano. Primero, entonces, en el tiempo fue la hikma. Luego, al contacto con los textos griegos se llamó a esa hikma, falsafa… La situación primitiva se volvió a recuperar por completo al caer en la cuenta el Islam de que falsafa no era sino un recorte humano y divino de la gran hikma o sabiduría, que daba mejor cuenta del hombre, del mundo y de Dios, que la estrecha filosofía, particularmente aristotélica. Es entonces cuando la filosofía islámica fue otra vez hikma, reservándose el término de falsafa para lo estrictamente griego.

Joaquín Lomba Fuentes, La filosofía islámica en Zaragoza, Diputación General de Aragón, 1991, pag. 18.

Si nos referimos a la ciencia, de nuevo son los musulmanes de Oriente y de Al-Ándalus, los que absorben el conocimiento de la India y Grecia, lo completan y desarrollan, ofreciendo a los europeos un saber que no lograrán implantar en sus sociedades sino varios siglos después.

Si nos dirigimos ahora a las artes y la arquitectura, veremos con asombro el rápido y variado mundo que se desarrolla en los países musulmanes. La Alhambra de Granada, la Mezquita de Córdoba o la Aljafería de Zaragoza (donde ya se desarrolla el arco gótico), son algunas muestras del esplendor arquitectónico musulmán en occidente que tendrá su reflejo gemelo en las construcciones de Oriente. En la ciudad de Alepo se pueden ver todavía casas árabes construidas con un sistema anti-terremotos, haciendo que todos los puntos de unión estén sueltos y puedan moverse sin causar ruptura en el momento de la vibración.

Si nos dirigimos ahora a la medicina, nadie podrá negar que su desarrollo en occidente proviene de la medicina musulmana. En Al-Ándalus se practican las primeras autopsias, el masaje cardiaco, se desarrolla la cirugía, la medicina natural a través de hierbas y pomadas, la óptica, al tiempo que se describe el interior del cuerpo humano (doble circulación de la sangre) y toda una técnica refinada de curas sicológicas a través del sonido del agua o de la voz. Incluso la llamada medicina griega es desarrollada y transmitida por los musulmanes a occidente.

Tampoco será diferente con la música y la métrica. Las primeras gramáticas se desarrollan en los países musulmanes de Oriente. Se escriben complicados tratados de gramática en los más importantes centros de conocimiento de la antigüedad, Damasco, Bagdad, Kufa… mientras occidente ni siquiera existe como tal. La literatura occidental no tendrá una representación digna hasta bien entrado el siglo XIV.

Islam ofreció al mundo ciencia, arte, conocimiento… mientras Grecia creaba su épica para enmascarar su debilidad frente a Oriente, de la misma forma que Europa se ha hecho, artificialmente, heredera de esa Grecia, de esa épica griega, para defenderse de un poder intelectual y espiritual superior que es la civilización arábigo-islámica. Cuando un pueblo tiene revelación, un libro, profetas… no necesita crear una épica sobre su origen. Ser un pueblo elegido por el Creador para albergar ese tesoro y transmitirlo a otros, es suficiente, es mejor que cualquier invención de la mente humana, pues, al final, todos esos pasados míticos se vuelven ridículos. Y esta es la carencia de Grecia. Por eso crea una mitología, un panteón grotesco de dioses y semidioses, de hombres hijos de dioses y otros seres fabulosos. En este contexto nos resulta difícil colocar a una intelectualidad griega como Platón y Aristóteles, quienes creían y respetaban todo este montaje. Vemos, pues, una sociedad cínica que se ríe de su propio absurdo, de su propia mediocridad y que desarrolla, como todas las sociedades épicas, el espectáculo y las drogas. Todo en Grecia es espectáculo. ¿Acaso puede haber algo más grotesco que la exhibición pública de las habilidades físicas de las personas? ¿Y qué otra cosa son los juegos olímpicos? De la cosa más natural, las sociedades épicas hacen un espectáculo. Ahora hay que correr delante de miles de espectadores, hay que saltar, lanzar un disco o una jabalina. Todo esto se desarrollaba en la vida de las sociedades musulmanas. Nadie corría por correr, sino para estar preparado para la guerra o para el trabajo. Pero ya hemos visto que el espectáculo es siempre un sustituto de la vida, de la realidad. Hércules es un ser fabuloso, mítico, inexistente, pero Muhammad fue un hombre histórico. Por eso los musulmanes no necesitaron nunca escribir su épica, simplemente relataban los hechos y dichos de un hombre real, de un hombre de carne y hueso a quien veían todos los días, junto a quien luchaban, a quien pedían consejo. Los musulmanes no hablaban de tradiciones fantásticas sino de un libro real, existente. Los compañeros del Profeta no volaban ni luchaban contra dragones, pero en setenta años conquistaron el mundo. Mas aquí conquista no significa usurpación y aniquilación, sino potenciación e integración. Esa es la diferencia entre lo real y lo fantástico, entre la acción y el espectáculo. Y de la misma manera que en Grecia todo se vuelve espectáculo, de esa misma forma las drogas impregnan la sociedad. No sólo se emborrachan, sino que injieren muchas otras sustancias narcóticas, estos adormecidos griegos, estos cínicos redomados. ¿Qué ha quedado de esa civilización? Sólo el cinismo, la especulación intelectual, la demagogia, de la que fueron maestros indiscutibles, espectáculo y drogas. Después llegaron los romanos y, de nuevo, lo único que pudieron poner encima de la mesa fue la épica, hazañas de héroes y orígenes míticos. También Europa protegió esa épica y esa falsificación histórica para evitar que hubiera un vacío entre ellos y los griegos. Decidieron que su civilización era greco-romana. Pero si los griegos no fueron capaces de crear ninguna civilización, menos aún lo harían los romanos. Como los griegos, diseñaron un olimpo lleno de dioses y seres fantásticos y un sistema político de dominación por la dominación. Cuando el Imperio romano cedió al empuje de las tribus del este y desalojaron los territorios colonizados, no quedó en éstos más huella que las ruinas de puentes y acueductos, teatros y coliseos, construcciones de piedra que habían aprendido a hacer de los etruscos, tribus que habitaban ciertas zonas de Italia.

Cuando los musulmanes llegan a Al-Ándalus, allí no hay nada, ni un mínimo vestigio de cultura, de arte, de ciencia, de pensamiento. 600 años de una esterilidad abrumadora que había que cubrir con la épica. Pero lo cierto es que, durante esos 600 años, Roma nunca logró someter a los ciudadanos de las provincias romanas, fueron más bien 600 años de ocupación en los que incesantemente esas provincias se levantaban en armas contra un invasor cruel, déspota, que no tenía nada que ofrecer a esas gentes. 600 años de guerras y odio fue la gran civilización romana.

En España, cuanto se ha dicho sobre la supuesta continuidad del pensamiento español en el Islam andaluz es totalmente gratuito, sin una prueba documental en que apoyarse, por la sencilla razón de que mal se puede transmitir y continuar lo que empezaba por no existir. El historiador toledano Sa’id, que se complace en describir los préstamos literarios e ideológicos que el Islam había tomado de los hindús, persas, egipcios, alejandrinos y griegos, etc., nada dice de lo que pudieron tomar de la España visigoda: “En los primeros tiempos, España estuvo vacía de ciencia; ninguno de sus naturales se hizo célebre por este título… Y así continuó, falta de estudios filosóficos, hasta que la conquistaron los musulmanes.”

Miguel Cruz, La filosofía árabe, La Revista de Occidente. Madrid, 1963, pag. 147.

Que los estudios filosóficos no tuvieran entrada en España antes de los siglos XI-XII, y que la labor intelectual, en general, tuviese un retraso de más de un siglo respecto a Oriente, no tiene nada de particular. En efecto, el subsuelo cultural con que los musulmanes se encontraron en la Península Ibérica era prácticamente nulo, al menos en relación con la gran cultura oriental que ellos detentaban. En la España visigótica se desconocían las lenguas cultas del momento, como eran el griego, el persa, siriaco y el árabe, lenguas en las que estaban vehiculadas las grandes filosofías. La poca cultura que en España había era fundamentalmente cristiana y latina, reducida a muy pocas fuentes y doctrinas… En España, para los musulmanes recién llegados, no había simplemente, ni filosofía ni ciencia, al contrario de lo que había ocurrido con otros pueblos conquistados de Oriente.

Joaquín Lomba Fuentes, La filosofía islámica en Zaragoza, Diputación General de Aragón, 1991, pag. 17.

Si Grecia había desarrollado el espectáculo y las drogas como formas sociales poderosísimas, Roma los llevará a la cúspide. Roma es la que inventa la política como espectáculo, como demagogia donde lo importante no es lo que se dice sino cómo se dice, la excitación que causan las palabras, los gestos. Nada es real, todo ha sido un sueño, un montaje, un espectáculo que ahora será barrido por los pueblos que llegan del este con un poder real, con un ideal real y una acción real. Cuando estos pueblos recorran el Imperio Romano y lo asolen, quedará de manifiesto la vacuidad que ha predominado durante todos esos siglos de ocupación. Los musulmanes vencerán al que puede ser considerado como el último emperador romano, Heraclio, sin ninguna dificultad, ya que todas las provincias que constituían el Imperio propiamente dicho de Bizancio –Siria, Palestina, Mesopotamia, Armenia y Egipto– quedarían definitivamente incorporadas a los territorios musulmanes. Todo es de papel, ficticio. Hay mitos, pero falta la fuerza imparable de la verdad, de la realidad, de la acción. También los persas conocerán una derrota definitiva a manos de los musulmanes. Mitos, religiones inventadas por hombres nefastos, brutalidad, espectáculo, drogas…. Nada de esto puede resistir a la fuerza de la verdad. Los magos de Faraón quedaron estupefactos cuando vieron el poder de lo real, de lo que no es magia, ficción. La verdad no necesita épica, porque la verdad es siempre épica, excitante, fuerte, maravillosa. Son los impostores los que tienen que recurrir a ella. Realidad o mito, esta es la verdadera cuestión. 600 años de dominación romana, 600 años de épica y mitos y, por tanto, de una absoluta esterilidad. Si España era un territorio asolado por la incultura, el resto de Europa aún lo será más al no recibir directamente, como en el caso de España, la influencia árabe-musulmana.

Las primeras traducciones del árabe al latín se realizan en la Marca Hispánica a mediados del siglo X; se trata de textos largos que frecuentemente resumen una obra científica oriental. Conservamos un manuscrito único, el 225 del Monasterio de Santa María de Ripio, hoy en el archivo de la Corona de Aragón, y del cual puede deducirse la gran superioridad de la cultura de la Marca Hispánica sobre el resto de Europa. Los textos de Ripio, tal y como hoy se nos presentan, constituyen el más antiguo testimonio conocido de la influencia islámica en la cultura del mundo occidental. Nuestros monjes utilizaron posiblemente también el manual escrito por ‘Abd al –Rahman as-Sufi y estas obras servirían para construir los primeros astrolabios de la España musulmana…

Juan Vernet, Lo que Europa debe al Islam de España, El Acantilado, Barcelona, 1999, pag. 155.

Los árabes, desde principios del siglo IX, construían relojes tanto en Oriente como en España… Es posible que el reloj regalado por Harun al-Rashid a Carlomagno (807) fuera una clepsidra muy perfeccionada y, tal vez, con autómatas. A este tipo de aparatos pertenecerían las clepsidras monumentales de Toledo construidas por Azarquiel… Éste había oído decir que en la ciudad de Arin, en la India, se encontraba un aparato que señalaba las horas por medio de aspas desde que salía el sol hasta que se ponía. Deseoso de hacer uno similar construyó grandes estanques a orillas del Tajo, cerca de Toledo, que indicaban la edad y fases de la Luna y las horas del día y de la noche. Ambos estuvieron en uso hasta el año 1134, en que Alfonso VII autorizó al mago y astrónomo judío Hamir b. Zabara a que desmontara uno de ellos, para ver cómo funcionaba, y éste ni supo averiguarlo ni reconstruirlo.

Juan Vernet, Lo que Europa debe al Islam de España, El Acantilado, Barcelona, 1999, pag. 161-162.

Mientras en el mundo árabe se utilizaron estos libros para avanzar dentro del campo de las ciencias exactas, en Occidente se pusieron al servicio de la filosofía y pasaron varios siglos antes de que se planteara la misma problemática… Levi ben Gerson (1288-1344) formula el postulado o axioma (V) de las paralelas de idéntica manera a una de las empleadas por los autores árabes y desarrolla su pensamiento de modo paralelo al de Ibn al-Haytam. Es difícil juzgar si su obra Comentario de la introducción de los libros de Euclides, escrita en hebreo, ejerció algún influjo en el nacimiento de la problemática occidental del tema con cinco siglos de retraso sobre la árabe.

Juan Vernet, Lo que Europa debe al Islam de España, El Acantilado, Barcelona, 1999, pag. 184.

Otro punto álgido de la épica fueron las cruzadas. Cuando Urbano II proclamó la guerra santa contra Oriente, arguyó que los peregrinos que iban a visitar las tierras santas, eran atacados por los musulmanes y que las propias comunidades cristianas que allí estaban establecidas, sufrían constantes ataques por los ejércitos musulmanes, viviendo en un estado casi de esclavitud. No hay por qué sorprenderse de todo este montaje propagandístico, pues toda épica comienza por la difamación del otro. Primero es preciso mostrar al otro como un ser diabólico, que encarna todos los valores negativos que la propia sociedad épica tiene y que trata de proyectarlos en ese otro para culparlo de lo que precisamente ella adolece. Así, si una sociedad es sucia, llamará sucios a sus enemigos. Si una sociedad es cobarde, llamará cobardes a sus enemigos, de tal forma que todo aquello de lo que una sociedad acusa a otra representa lo que la primera realmente es. Así vemos, que, desde el comienzo de la historia europea, Islam sufrió una grotesca falsificación en sus manos:

La imagen del Islam y de su profeta Muhammad, en la Europa medieval, está totalmente distorsionada. Esta distorsión alcanzó tal grado de absurdidad, que se llegó a considerar a Muhammad, normalmente llamado Mahomet – de ahí el término escocés Mahound para designar “el mal”-, como un tipo de “dios supremo” y a hablar de la adoración de sus estatuas de oro. La imagen de golden Mahomsbilder, esfinges doradas de Muhammad, continuó usándose hasta comienzos del siglo XIX en la poesía romántica alemana.

Annemarie Schimmel, Islam: An Introduction, Albany, State University of New York, 1992, pag 2.

Veamos ahora los verdaderos motivos que impulsaron a cientos de miles de europeos a engrosar los ejércitos cruzados y su posterior épica.

En primer lugar, hubo una cuestión social de primer orden a la hora de promover las cruzadas. En efecto, cientos de miles de personas pululaban por los campos y ciudades de Europa sin trabajo y sin un bocado que llevarse a la boca. Frente a un Oriente rico y socialmente mejor distribuido, Europa presentaba un sistema social de principados, condados y ducados gobernados por una aristocracia que se nutría de campesinos para formar sus ejércitos. Éstos quedaban en la miseria después de un periodo de guerras y sin protección. En esta situación, era fácil para cualquiera que tuviera algo de dinero organizar un ejército y tratar de conquistar más tierras. Esto hacía de Europa un continuo campo de batalla. La idea, pues, de enviar a cientos de miles de estas gentes lejos de allí, a otro continente, parecía la mejor solución al problema. Podemos decir, pues, que las cruzadas fueron la primera gran emigración laboral y social de Europa hacia Oriente.

En segundo lugar, y no por ello menos importante, estaba el asunto de la diversidad de culto y creencia en los cristianos orientales. Esto era algo que Roma no podía seguir permitiendo. A esas diferencias rituales y de creencia había que añadir las ricas propiedades que las diferentes iglesias de oriente poseían. Roma deseaba con las cruzadas acabar con esas diferencias, someter a todas las iglesias de oriente a Roma y tomar posesión de tierras y propiedades. Roma intentaba, de alguna forma, volver a recuperar el antiguo Imperio Romano, unificado en un solo poder, el papa de Roma, una sola creencia, la suya, y un solo territorio, el mundo entero.

En tercer lugar, estaba el Islam, que no sólo se presentaba como un poder fáctico de primer orden, sino también religioso y espiritual. Unificar la iglesia bajo el catolicismo de Roma sin destruir el Islam parecía un trabajo hecho a medias, inacabado y con posibles resultados muy peligrosos para toda la cristiandad.

En cuarto lugar, ahí seguía Oriente, el maldito Oriente, el verdadero otro que llevaba torturando a los occidentales desde los tiempos de los griegos. Si caía Oriente, occidente podría montar su definitiva épica y reescribir la historia, borrando de ella todo aquello que no fuesen sus “orígenes míticos”. Con un Oriente vivo, Occidente tendría enfrente siempre un testigo, un espejo que reflejaría su vergonzosa realidad.

Estas cuatro razones impulsaron las cruzadas, y estas cuatro razones exigían una épica, un nuevo orden mundial, la globalización, en una palabra. De ningún modo existió nunca preocupación alguna por la suerte que pudieran correr los cristianos orientales. En primer lugar, porque de sobras sabían que no sólo no eran atacados sino que estaban protegidos por el califato musulmán, y en segundo lugar, porque ellos mismos querían acabar con los cristianos de Oriente. Cómo les iba a preocupar que fueran maltratados si ellos mismos querían eliminarlos.

La Historia, en efecto, fue muy distinta:

Aquel día, Umar había entrado montado en su célebre camello blanco, mientras el patriarca griego de la Ciudad Santa acudía a su encuentro. El califa había empezado por prometerle que se respetarían la vida y los bienes de todos los habitantes, antes de pedirle que le acompañara a visitar los lugares sagrados del cristianismo. Mientras se hallaba en la iglesia de la Qyama, el Santo Sepulcro, como había llegado la hora de la salah, Umar le había preguntado a su anfitrión dónde podía extender su alfombra para tal efecto. El patriarca le había invitado a permanecer donde estaba, pero el califa había contestado. “Si hago la salah aquí, los musulmanes querrán apropiarse mañana de este lugar diciendo: Umar ha hecho la salah aquí.” Y llevándose su alfombra, hizo la salah fuera.

Los jefes francos, desgraciadamente, no fueron tan magnánimos. Celebraron su triunfo con una matanza indescriptible y luego saquearon salvajemente la ciudad que decían venerar.

No se salvaron ni sus correligionarios: una de las primeras medidas que tomaron fue la de expulsar de la iglesia del Santo Sepulcro a todos los sacerdotes de los ritos orientales –griegos, georgianos, armenios, coptos y sirios– que oficiaban en ella conjuntamente en virtud de una antigua tradición que habían respetado hasta entonces todas las autoridades musulmanas. Estupefactos ante tanto fanatismo, los dignatarios de las comunidades cristianas deciden resistir. Se niegan a revelar al ocupante el lugar donde guardan la verdadera cruz donde murió Cristo. Pero los invasores no se dejan impresionar en absoluto. Les someten a torturas hasta que confiesan el lugar.

La suerte que corrieron los judíos de Jerusalén fue igualmente atroz. La comunidad entera se reunió en la sinagoga principal para orar. Los francos bloquearon las salidas y, a continuación, le prendieron fuego. A los que intentaban salir los mataban en las calles próximas. Los demás se quemaban vivos.

Amin Maalouf, Las cruzadas vistas por los árabes, Alianza editorial Historia, Madrid 1999, pags. 84-85.

No parece extraño que tras semejante actuación, los europeos necesitasen de la épica para lavar una tal atrocidad. Pero nos engañaríamos si pensásemos que este episodio fue un hecho aislado, fruto de un momento de locura y ajeno a la práctica general que los europeos mantuvieron en oriente durante doscientos años. El siguiente relato es lo suficientemente expresivo como para que nos hagamos una idea de quienes eran esos Francos venidos de occidente:

Llega la noche del 11 de diciembre; está muy oscuro y los francos aún no se atreven a penetrar en la ciudad. Los notables de Maarat se ponen en contacto con Bohemundo, el nuevo señor de Antioquia, que está a la cabeza de los asaltantes. El jefe franco promete a los habitantes perdonarles la vida si detienen la lucha y se retiran de ciertos edificios. Aferrándose desesperadamente a su palabra, las familias se agrupan en las casas y en los sótanos de la ciudad y esperan temblando durante toda la noche. Al alba llegan los francos: es una carnicería. “En Maarat, los nuestros cocían a paganos en las cazuelas, ensartaban niños en espetones y se los comían asados.” Esta confesión del cronista franco Raúl de Caen no la leerán los habitantes de las ciudades próximas a Maarat, pero se acordarán mientras vivan de lo que han visto y oído. Los turcos no olvidarán jamás el canibalismo de los occidentales. A lo largo de toda su literatura, describirán invariablemente a los francos como antropófagos.

Amin Maalouf., Las cruzadas vistas por los árabes, Alianza editorial Historia, Madrid 1999, pag. 67.

También esto hay que ocultarlo y modificarlo hasta que la historia épica de las cruzadas hable de las actuaciones heroicas de los francos y sean los orientales musulmanes los que queden bajo sospecha de las atrocidades cometidas durante estos doscientos años de ocupación y lucha.

La épica trata de ensalzar la mezquindad de sus autores y rebajar y ocultar la grandeza del adversario, del otro. Pero la historia, la realidad, lo que realmente pasó, es una flor difícil de destruir. Crece una y otra vez bajo la bota épica que trata de sofocarla y aniquilarla. La grandeza de la verdad jamás podrá ser sustituida por la falsedad de la épica:

El acuerdo que Umar alcanzó con las autoridades religiosas de Jerusalén después de su conquista por los ejércitos musulmanes, ha sido utilizado por la propia iglesia católica como ejemplo de justicia y piedad a seguir por los conquistadores de cualquier territorio en cualquier época. Y cuando los musulmanes de Jerusalén mostraban el menor indicio de intransigencia hacia la comunidad cristiana, ésta, inmediatamente, les recordaba el “Acuerdo de Umar”.

The Christian Heritage in the Holy Land, Ed. by Anthony O’Mahony, Scorpion Cavendish Ltd., London, 1995.

Esta realidad, la magnanimidad de Umar y de los musulmanes, no es épica, sino real, ocurrió de verdad y hay documentos que lo atestiguan, no sólo documentos musulmanes sino también católicos como hemos visto en esta cita.

La siguiente ocultación debía ser el trato que las comunidades cristianas recibían por parte de las autoridades musulmanas. Había que dar la imagen de que eran oprimidas y perseguidas como una de las justificaciones de la guerra santa contra Oriente. Pero la realidad, contada por ellos mismos, era muy diferente:

El patriarca Jacobita de Antioquia, Miguel el Sirio, escribiendo cinco siglos después, en la época de los reinos latinos, reflejaba la vieja tradición de su pueblo diciendo que “el Dios de la venganza, el único todopoderoso… hizo surgir del Sur a los hijos de Ismael para librarnos, gracias a ellos, del poder de los romanos”. Esta liberación, añadía, “no era poca ventaja para nosotros”. Los nestorianos coincidían en estas opiniones. “Los corazones de los cristianos –escribía un anónimo cronista nestoriano- se regocijan con la dominación de los árabes: ¡Qué Dios la fortalezca y la haga prosperar!” Incluso los ortodoxos, considerándose libres de la persecución que temían y pagando impuestos que, a pesar de la yizza exigida a los cristianos, eran mucho más bajos que los de tiempos bizantinos, se hallaban poco inclinados a discutir su suerte. La conquista árabe aspiró a mantener permanentemente a las iglesias de Oriente en las mismas condiciones en que se hallaban entonces. Al contrario de lo que hizo el Imperio cristiano, que intentó imponer por la fuerza la uniformidad religiosa a todos sus ciudadanos, los árabes estaban dispuestos a aceptar minorías religiosas. Los cristianos, juntamente con los judíos y los persas, llegaron a ser dhimmis, o pueblos protegidos, y la libertad de culto estaba garantizada por el pago de la yizza. Cada secta recibía el trato de Mollet, es decir, de comunidad semiautónoma dentro del estado, y se hallaba bajo el mando de su jefe religioso, el cual era responsable de la buena conducta de sus fieles ante el gobierno del Califa.

Steven Runciman, Historia de las Cruzadas, Alianza Universidad, Madrid, 1983, pags. 34-35.

Había que ocultar un hecho más que vergonzoso, el que, no solamente los miembros de otra religión eran perseguidos y asesinados, sino que los propios miembros de la comunidad cristiana jamás gozaron de tales privilegios y autonomía.

Los cristianos no tenían, por tanto, ningún motivo para lamentar el triunfo del Islam. A pesar de algún breve y circunstancial conato de persecución, y a pesar de algunas ordenanzas humillantes, habían salido mejor parados que bajo el gobierno de los emperadores cristianos. El orden se mantenía mejor. El comercio marchaba bien y los impuestos eran muchísimo más bajos. Además, durante la mayor parte del siglo VIII, el emperador cristiano era un hereje, un iconoclasta, un opresor de todos los ortodoxos que rendían culto a las imágenes sagradas. Los buenos cristianos eran más felices bajo el gobierno de los musulmanes.

Steven Runciman, Historia de las cruzadas, Alianza Universidad, Madrid, 1983, pag. 39.

Este sistema de tolerancia y aceptación total por parte del Islam hacia otras comunidades religiosas se mantendrá inalterable hasta la caída del Califato en 1923.

El patriarca de Jerusalén, escribiendo por la misma época a su colega de Constantinopla, dice de las autoridades musulmanes que “son justas y no nos hacen ningún daño ni nos muestran ninguna violencia”. Su justicia y comedimiento eran a menudo notables. Cuando en el siglo X, las cosas iban mal para los musulmanes en sus guerras contra Bizancio, y la población árabe atacaba a los cristianos, airada por su notoria simpatía hacia el enemigo, los califas siempre les indemnizaban por los daños recibidos.

Steven Runciman, Historia de las cruzadas, Alianza Universidad, Madrid, 1983, pags. 40-41.

El respeto que los musulmanes mostraron siempre hacia las otras comunidades religiosas no musulmanas, se puede apreciar incluso en la arqueología:

Un académico danés, Pentz, publicó hace poco un libro titulado “La conquista invisible” en el que sostiene que la conquista de Syria y Palestina en el siglo VII es totalmente invisible desde el punto de vista arqueológico y afirma que en vano se pueden buscar indicios de la ruptura entre la época pre y post-musulmana. La arquelogía muestra la ininterrumpida continuidad entre estos dos periodos.

The Christian Heritage in the Holy Land, Ed. by Anthony O’Mahony, Scorpion Cavendish Ltd., London, 1995

Ya hemos dicho antes que nuestros defectos los proyectamos en los otros. Acusamos al otro de nuestras propias faltas. En el caso de la historia, este fenómeno sicológico lo podemos denominar falsificación. Esto es lo que ha sucedido con la famosa guerra santa, un concepto acuñado por la iglesia católica que poco a poco se asignó a los musulmanes asociándolos de tal manera que hoy Islam y guerra santa son casi sinónimos. Y, sin embargo, esa furia bélica e incontrolada que achacan a los musulmanes, tuvo su origen y desarrollo entre los cristianos occidentales. Furia bélica que dura hasta hoy. Veamos ahora este origen:

San Agustín admitió que las guerras se hacían por mandato de Dios, y la sociedad militar que se había formado en occidente, como resultado de las invasiones de los bárbaros, buscaba, sin remedio, una justificación de su pasatiempo habitual. El código de la caballería que estaba surgiendo, apoyado en la épica popular, daba prestigio al héroe militar, y el pacifista adquirió un descrédito del que nunca se ha visto libre. Contra este sentimiento poco podía hacer la iglesia. Procuraba, más bien, encauzar esta energía belicosa para que sirviera a su propio provecho. La guerra santa, es decir, la guerra de los intereses de la iglesia, no sólo fue permitida, sino deseada. El papa León IV, a mediados del siglo IX, afirmaba que todo aquel que muriera en el campo de batalla en defensa de la iglesia recibiría una recompensa celestial. El papa Juan VIII, pocos años después, clasificaba a las víctimas de una guerra santa entre los mártires; si morían armados en el campo de batalla, sus pecados serían perdonados. Pero el soldado debía ser puro de corazón. Nicolas I declaró que las personas sujetas a sentencia eclesiástica por sus pecados no podrían llevar armas, excepto cuando lucharan contra el infiel.

Steven Runciman, Historia de las cruzadas, Alianza Universidad, Madrid, 1983, pag. 92.

El camino quedaba, pues, abierto para la conquista y devastación de Oriente, y no por la llegada de una poderosa civilización que, de forma natural, es aceptada por los nativos de unos territorios cuyos medios de vida y conocimiento son muy inferiores. Aquí se trata de todo lo contrario. No sólo el Oriente musulmán era infinitamente superior en su desarrollo científico, artístico y espiritual, al de occidente, sino que el Oriente cristiano distaba mucho de la barbarie e intransigencia de la iglesia romana. Y no se vaya nadie a creer que hablamos aquí de hechos del pasado. Cualquier viajero que visite hoy Siria, Líbano o Egipto, se encontrará con cientos de comunidades religiosas viviendo en perfecta armonía. Más aún, cabría preguntarnos por qué no existen nestorianos, maronitas, ortodoxos, siriacos en ningún país cristiano de occidente. ¿Por qué, de la misma forma, no hay drusos, fatimitas o ismaelitas en los países europeos? La respuesta no es fácil de digerir. La persecución sistemática de razas, ideologías y religiones que ha habido en Europa hasta hoy, ha impedido la inmigración y posterior asentamiento de cualquier grupo que pudiera diferir en lo más mínimo de la doctrina religiosa dominante o de su representación política. Guerra santa es un concepto católico occidental que sirvió, no para extender los valores de paz y hermandad propios del cristianismo, sino para enriquecer a una iglesia ávida de poder y de bienes terrenales. Ni Grecia ni Roma ni Europa pudieron nunca conquistar esa preciosa tierra mesopotámica por la que se han paseado profetas, guerreros y sabios durante milenios. No es extraño, pues, que occidente necesitase de una épica mucho más abrumadora que la griega o la romana, y de una falsificación histórica casi total.

Urbano II afinaba su voz y templaba sus cuerdas vocales. Se preparaba para la llamada a la guerra santa, para una invasión ignominiosa que acabaría en expulsión; fracaso éste del que hasta hoy no se ha recuperado occidente.

Las sesiones del Concilio de Clemont se celebraron desde el 18 hasta el 28 de noviembre de 1905. Se hallaban presentes unos trescientos clérigos y su trabajo abarcaba un campo muy amplio. En general, se repitieron los decretos contra las investiduras de seculares, simonía y matrimonio de clérigos, y fue defendida la Tregua de Dios. En particular, fue excomulgado el rey Felipe, y también lo fue el obispo de Cambrai por simonía, y se estableció la primacía de la sede de Lyon sobre las de Sens y Reims. Pero el papa deseaba aprovechar la ocasión para un fin de mayor transcendencia. Se publicó que el martes, 27 de noviembre, se celebraría sesión pública para anunciar algo sensacional. Las muchedumbres de religiosos y seculares que se congregaron eran demasiado grandes para haber cabido en la catedral, donde, hasta aquel momento, se había reunido el Concilio. El trono papal se levantó en una plataforma al aire libre, extramuros de la ciudad, cerca de la puerta oriental; allí, cuando se habían reunido multitudes, Urbano se puso en pie para dirigirse a ellas… Urbano habló con fervor y con todo el arte de un gran orador. Después de haber pintado el cuadro sombrío, inició su gran llamamiento. Dejemos que la cristiandad occidental se ponga en marcha para rescatar el Oriente. Deberían hacerlo todos, los ricos y los pobres. Deberían dejar de matarse unos a otros y luchar, en cambio, en una guerra justa y santa, haciendo la obra de Dios; y Dios los guiaría. Para los que murieran en el campo de batalla habría absolución y remisión de los pecados. La vida terrena era miserable y mala, y los hombres gastaban hasta la ruina sus cuerpos y sus almas.

Steven Runciman, Historia de las cruzadas, Alianza Universidad, Madrid, 1983,  pags. 112-113.

Toda esa retórica quedó hecha pedazos con la salida de la primera cruzada liderada por Pedro el Ermitaño. Pero no importaba, el fin era lo suficientemente ambicioso como para intentarlo una y otra vez:

Por la misma época, Godofredo de Bouillon, duque de la baja Lorena, inició sus preparativos para partir a la Cruzada. Corrió el rumor por la provincia de que había hecho el voto, antes de salir, de vengar la muerte de Cristo con la sangre de los judíos. Aterrorizados, los judíos de la Renania indujeron a Kalonymos, gran rabino de Maguncia, a escribir al jefe supremo de Godofredo, el emperador Enrique IV, que siempre se había manifestado como amigo de su pueblo, para pedirle que prohibiese la persecución. Al mismo tiempo, para estar a salvo, las comunidades de Maguncia y de Colnia ofrecieron cada una al duque la suma de 500 monedas de plata. Si los judíos esperaban escapar tan fácilmente de la amenaza del fervor cristiano, pronto habrían de desilusionarse. A fines de abril de 1096, un cierto Volkmar, de cuyos orígenes nada sabemos, partió de Renania con más de 10.000 hombres para unirse a Pedro en Oriente. Tomó el camino de Hungría que pasaba a través de Bohemia. Entretanto, había sido reclutado un tercer ejército por un señor menor de Renania, el conde Emich de Leisingen, que había adquirido ya cierta fama por su vida licenciosa y su bandolerismo.

Emich pretendía ahora que tenía una cruz milagrosa marcada en su carne. Ignorando las órdenes especiales del Emperador Enrique, convenció a sus seguidores para comenzar la cruzada, el 3 de mayo, con un ataque a la comunidad judía de Espira. Sólo doce fueron capturados por los cruzados y ejecutados después de negarse a abrazar el cristianismo.

Aunque la matanza de Espira había sido pequeña, estimuló el apetito. El 18 de mayo, Emich y sus tropas llegaron a Works. Todos los judíos capturados fueron asesinados. El resto se protegió en el palacio del obispo, pero Emich y las multitudes furiosas forzaron las puertas e irrumpieron en el lugar sagrado. Allí, a pesar de las protestas del obispo, mataron a todos sus huéspedes, unos 500, aproximadamente.

El 25 de mayo, Emich llegó ante la gran ciudad de Maguncia. El arzobispo le había cerrado las puertas. Pero la noticia de su llegada provocó tumultos antijudíos dentro de la ciudad. El 26 de mayo, amigos suyos dentro de la ciudad le abrieron las puertas. Al día siguiente atacó el palacio del arzobispo. Los judíos intentaron resistir, pero pronto hubieron de ceder y fueron pasados a cuchillo. La matanza duró dos días más, mientras reunían a los refugiados.

En Colonia, Emich decidió que su labor en la Renania había acabado. A principios de junio salió con el grueso de sus fuerzas, Meno arriba, hacia Hungría, pero una gran parte de sus seguidores pensó que el valle de Mosela también debía ser expurgado de judíos. Se separaron de su ejército en Maguncia y el 1º de junio llegaron a Tréveris. Los que no murieron a manos de los cruzados, se ahogaron en el Mosela. Los cruzados se trasladaron después a Metz, donde perecieron 22 judíos.

La noticia de la proeza de Emich llegó a los grupos que habían salido ya de Alemania hacia Oriente. Volkmar y sus seguidores llegaron a Praga a fines de mayo. El 30 de junio empezaron una matanza de judíos en la ciudad.

Steven Runciman, Historia de las cruzadas, Alianza Universidad, Madrid, 1983,  pags. 138-140.

La pertinaz realidad, muy alejada de las crónicas que los historiadores de la “corte” nos han transmitido, puede resumirse en el siguiente párrafo:

Las diferencias culturales resultaron ser infranqueables, el camino hacia la unidad intransitable. Los ortodoxos vieron con resentimiento que, a pesar de la retórica oficial de la Iglesia única, tendrían que capitular como tales para que se les tome en cuenta. Los ortodoxos se sentían desilusionados. Finalmente, optaron por abril las puertos a los Ayyubidas en 1187. Optaron por liberarse.

The Christian Heritage in the Holy Land, Ed. by Anthony O’Mahony, Scorpion Cavendish Ltd., London, 1995.

Cuando los cruzados fueron expulsados de Oriente y volvieron a Europa con las orejas gachas, tenían ahora una vasta tarea que realizar. Tenían que escribir una nueva épica que cubriera los humillantes acontecimientos que habían vivido en aquellas tierras. En primer lugar, su barbarie, su vergonzosa actuación con los vencidos, sus engaños, sus traiciones, el hecho de que aquellos doscientos años de lucha no habían servido para nada –Oriente seguía siendo un lugar superior y las iglesias cristianas de Oriente seguían manteniendo sus propiedades y sus ritos. Todo para nada, o quizás para mucho, según como se mire. Ahora los occidentales sabían la verdad de Oriente, un territorio maravilloso, con sociedades mucho más avanzadas que las suyas, hospitalario y generoso, y claramente indestructible. Los occidentales, lejos de aprender la lección y orientalizar su podrido occidente, prefirieron ocultar la realidad y crear la épica caballeresca. Por una parte, los historiadores, durante siglos, escribirían una falsa historia de las cruzadas, ensalzando la noble y valerosa actuación de los cruzados, frente a la despótica, cruel y bárbara de los orientales musulmanes. Por la otra, los literatos acuñarían un nuevo estilo literario, la caballería andante, en la cual se hablaría de héroes fabulosos y de hazañas épicas que, en realidad, no hacían sino imitar a los caballeros musulmanes que habían visto los cruzados. Amadis de Gaula era una ficción, pero Saladino el Grande no, él fue un personaje histórico respetado, incluso por sus enemigos.

Después de las cruzadas llegó la épica del “descubrimiento de las Américas”. La colonización de ultramar fue la segunda gran emigración de europeos esta vez al otro lado del Atlántico. Aquí, la desvergüenza histórica ha tocado techo. Nunca ningún criminal ha osado justificarse o encubrir su crimen de una forma tan corrupta. 180 millones de seres humanos perdieron la vida desde Alaska hasta Tierra de Fuego, pasando por Australia, y Nueva Zelanda, y todas las grandes civilizaciones, desde los esquimales hasta los mayas, incas y aztecas, sucumbieron a la barbarie europea que, simplemente, no pudo comprender lo que pasaba, lo que tenía delante. Mucho antes de que los europeos llegaran a América, numerosos pueblos habían visitado esas tierras, habían comerciado con sus gentes, intercambiado productos y técnicas, pero ninguno destruyó sus sociedades, sus lenguas, sus creencias. Todo quedó intacto a su paso.

Hoy sabemos que, antes de la rendición de Granada, un grupo de musulmanes entregaron a Cristóbal Colón unos mapas muy detallados con la ruta que debería seguir para realizar su viaje recorriendo la distancia más corta y más segura. Estos mapas habían sido dibujados por expediciones arabe-musulmanas que hacía muchos siglos que surcaban los océanos. Lo mismo cabe decir de hindús y chinos. Todo quedará enterrado bajo la épica europea que, no sólo intentará que Europa aparezca como la pionera de los descubrimientos y grandes expediciones, sino que ocultará la brutalidad e ignorancia de su actuación en aquellas tierras bendecidas.

Los biógrafos de Magallanes nos cuentan como uno de los grandes problemas que se le presentaban en las grandes expediciones era el escorbuto, enfermedad que enseguida diezmaba las tripulaciones. El problema quedaba resuelto cuando se topaban con alguna nave musulmana. Estos les proveían de naranjas y enseguida mejoraban. Aun así, tardaron 200 años los europeos en entender la relación entre una alimentación a base de fruta y verdura, y el escorbuto.

Con el exterminio casi total de los nativos del norte, nacía la América blanca, y con ella una nueva épica, la épica de los cowboys, de los jinetes pálidos, de los pistoleros más rápidos, de los intrépidos colonos, del valiente ejército azul. Y toda esa mentira, toda esa fabulación, había que confrontarla a unas tribus salvajes, crueles, ignorantes, rozando casi la animalidad. Apenas salieron los americanos de esa fabulación mítica y empezaron a mostrar al mundo, sobre todo a través de películas, la cara oculta de la verdad, es decir, de justo lo contrario, de unos nativos refinados, sabios, valientes, generosos, nobles, frente a unos colonos ignorantes, crueles y mentirosos, cuando ya tenían que desarrollar una nueva épica, la de Vietnam. Para ello utilizaron la misma técnica y Hollywood se volvió a encargar de la mistificación y el engaño. También duró poco esa épica, y pronto tuvieron que mezclar la mentira con algo de verdad. El trauma, no obstante, fue inmenso. Los americanos recibían a un ejército diezmado con miles de mutilados y con la vergüenza de sus actuaciones, esta vez filmadas y documentadas. Volvían perdedores y con el honor manchado. Esta vez la épica no pudo cubrir el oprobio y, a pesar de sus esfuerzos con Rambo y otras películas por el estilo, Vietnam se presentaba como una lacra difícil de borrar.

Hoy, la épica vuelve a ser necesaria. Algo tendrán que hacer los occidentales para cubrir la vergonzosa y criminal guerra que han montado en Oriente Medio, en Afganistán y en Irak. Ahora vemos que Vietnam no fue una excepción, sino el comportamiento estándar del ejército americano –incapacidad de enfrentarse cuerpo a cuerpo con el enemigo, incluso cuando éste carece del armamento más elemental, tortura sistemática de los prisioneros, violaciones de prisioneras y otros ultrajes. La misma realidad y la misma épica que la oculte. Pero ya hemos visto que la épica nunca logra borrar todas las huellas. Para el mundo entero, los habitantes de Feluya han sido y siguen siendo los verdaderos héroes. Ellos no necesitan escribir ninguna épica, pues sus vidas y su coraje son épicos por sí mismos. Serán los americanos los que la escriban para ocultar su barbarie y su cobardía.

Que Allah el Altísimo libre a las sociedades musulmanas de la épica, el espectáculo y las drogas, y las bendiga con la maravillosa realidad.

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