Quizás hayamos llegado al final de los tiempos y la raposa se haya apoderado por fin del mundo, inundándolo con sus babas, sus secreciones enfermizas y pestilentes, sus risas estertorosas y su perverso deseo de corromper la Tierra. Acaso no sean ya éstos, tiempos de grandes movimientos, de cambios de estrategias, de insurrecciones, sino de avisos para el hombre solitario, sin patria, por fin, sin cultura, sin recuerdos, sin fotos familiares. Nada más que un hombre herido, un lobo herido que no desea protegerse en la manada, sino retirarse a lo más alejado y alto del paisaje helado que se extiende inmaculado ante sus ojos.
Nada más que un hombre que ve su alma separada definitivamente del mundo. Un hombre, el último, que no puede regir otra cosa que su soledad. No es fácil imaginar un hombre así y, sin embargo, está tan cerca de nosotros, es el hombre sin deseo de conquistas, el que ve desmoronarse las montañas con la misma indiferencia que ve pasar las nubes en un cielo que le es ajeno como todo lo demás que le rodea.
Es el hombre que queda cuando todos los otros hombres se han unido a las carcajadas de la raposa. Cuando todos los corazones de los otros hombres preparan leyes que defiendan el vicio, el crimen y la injusticia y dicen ante las grandes asambleas: “Solo queremos mejorar la tierra.” Es el hombre que no puede oír esas palabras porque ya no tiene una espada con la que poder abrir la garganta de los papagayos que adornan los jardines ensangrentados de la raposa.
Una voz despistada susurra al oído del que dirige el concilio: “Quizás estemos violando algunos derechos humanos.” Todos le han oído. También la raposa. Qué revulsivas le parecen ahora estas palabras; cómo se revuelve en su trono infestado de los fluidos que recorren sus vísceras y salen por todos los orificios: “¡Espera desarropado mohicano! ¿Dónde están tus hijos? Hace mucho que no los veo. Tráeme sus hígados y sus vesículas en una bandeja.”
Así es como han dejado a los hombres sin hígado y sin vesícula. Pero no al último, al lobo herido. Éste siempre estuvo alejado de las asambleas hasta que en ese continuo retroceder cayó despeñado por un barranco rasgándose la piel y magullándose los huesos. Cuantas veces mostró su plan a la manada ante miradas de odio y desconfianza, ojos que ya habían aprobado aquellas imágenes de terror asintiendo con las cabezas y diciendo: “Es mejor así, no podemos detener el progreso.”
Y quién será el culpable de este desastre final. Sin duda alguna que el hombre, todos, cada uno de ellos, cada uno de los que han traicionado la condición humana, el asombro ante una creación perfectamente afinada con sus necesidades, con su naturaleza, con sus presumibles indagaciones… ¿Qué es, pues, todo esto y quién soy yo, el tiempo, la muerte?
Que molestos e inoportunos resultan ahora estos interrogantes. Hay otra moda, otros programas existenciales. ¿Por qué insiste el hombre solitario en retroceder, en buscar las respuestas en los viejos postulados proféticos? ¿Por qué no danza al ritmo de las innovaciones?
El hombre solitario habla con las montañas de hielo que separan la Tierra de la nada: “¿Acaso ser hombre no significa recordar?” Pero, recordar qué. No ha quedado data en nuestra memoria. Hay un reinicio que golpea las escenas que arañan las paredes del estanque tratando de sobrevivir. Todo en vano –unas tras otras caen y se disuelven en el corrosivo ácido del olvido.
No, no se ha borrado. El hombre solitario lo recuerda bien: “Aseguramos a nuestro Creador que mantendríamos despierta la consciencia.” ¡Qué insensato fue el hombre! Es tan maravilloso vivir despreocupados, como pájaros a los que la providencia provee, sin juicios, sin cuentas, sin balanzas en las que pesar los granos de mostaza. ¿Dónde ha ido a parar tal dignidad?
Ahí está el hombre al final de su historia, atrincherado o engordando en los grandes banquetes de la raposa. “Debemos unirnos.” Así hablan los comensales. “Estrechad el círculo, hacedlo cada vez más angosto. Los que queden fuera serán nuestros enemigos. Eliminad los riesgos. Que no haya sospechas. Si se duda de alguien, comeros su hígado y su vesícula.”
Después de estos sangrientos banquetes, siempre se habla del último hombre. Y aún le queda a éste alguna tentación de acudir a las invitaciones de la raposa. “Te hemos preparado el mejor sitio en la mesa y además queremos escucharte. Hemos oído que tienes muchas cosas que decir, muchas estrategias y planes.”
No acudáis. La tierra ha sido abandonada. Organizar a los lobos heridos y aprended de ellos a comer las raíces que hay bajo la nieve.
Maravilloso!
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