Nerón mandó quemar Roma y siglos más tarde el deep state mando quemar las torres gemelas de Nueva York. Es probable que ambos se inspirasen en Calígula para llevar a cabo su osada maquinación, aunque ninguno de los dos tuviese la clara consciencia de quien se ha salido del matrix y contempla aterrado la realidad.
Nerón era su sobrino y, como él, pertenecía a la dinastía julio-claudia, a cuya historia aportaron, sin duda, alguna que otra página de gloria. En todo caso, Roma sabrá cómo trata a sus hijos.
Lo más intrigante de todo este asunto imperial es el hecho de que, tras haberle denominado sicópata, monstruo, sádico, perverso, tirano… no haya habido un emperador romano sobre el que se hayan derramado tantos ríos de tinta como los que se han derramado sobre Calígula –libros, obras de teatro, películas, comics, ensayos… Algo debe de haber tras esa imagen de brutalidad con la que se le representa.
Es evidente que hay un encubrimiento sobre la visión existencial que se abrió a su consciencia seis meses después de que fuera coronado emperador. Esa ruptura radical entre el corto inicio de su reinado y el tiránico desarrollo del mismo hasta su conclusión fue la que llamó la atención de Albert Camus, premio Nobel de Literatura e incansable luchador por la libertad y la democracia. Decididamente hay cosas que no encajan en toda esta historia.
Sin embargo, Camus parte de otro adjetivo –lógico– muy diferente de aquellos con los que normalmente se le denomina, y que muy bien podría ser la clave para entender la obsesión que mueve a escritores y cineastas a recrear una y otra vez la vida de este monstruo romano. En efecto, es la lógica, llevada a su máxima expresión, lo que va a caracterizar uno de los periodos más virulentos en la decadente vida imperial.
Veamos la historia desde su punto de vista, desde el punto de vista de Calígula. Se le ha dicho que es “Dios”, conciudadano de los residentes del Olimpo, pero, al mismo tiempo, se le han impuesto límites, normas, líneas de conducta, protocolos ineludibles y una cierta sumisión al senado romano. Calígula acepta la carga imperial con la misma humildad con la que ya había aceptado su apodo –calígula, diminutivo de cáliga, botitas de soldado.
Aprovechando una cierta calma en las tempestades que suelen agitar a los imperios, Calígula se fue a buscar la Luna. No se trataba de una extravagancia, pues, en tanto que “Dios”, nadie podía reprocharle que fuese a recorrer sus dominios y ver el estado en el que se encontraban desde la última manifestación divina. Sin embargo, no pudo alcanzarla. Cuando estiró el brazo para asirla y llevársela hacia sí, se dio cuenta de su pequeñez, de su debilidad, de su insignificancia. El emperador de Roma no era, sino una piedra más, un guijarro más, en medio de aquel paisaje diseñado sin su consentimiento. Observó la creación que se extendía majestuosa ante su defectuosa mirada. Nada sabía de su funcionamiento, nada sabía del funcionamiento de sí mismo. Cayó de rodillas ante aquel silencio que le perforaba los tímpanos. Cayó abatido, suplicante… impotente. Lloraba de tristeza, de asombro, de desesperación… sin que ninguna de esas entidades tratase de consolarle. La tierra devoraba sus lágrimas, cubriendo todo rastro de su paso por aquel andamiaje de colinas y estrellas. Volvió a palacio, herido de muerte, como una paloma destrozada por las aves de presa. Reunió a sus consejeros y les hizo partícipes de sus últimos descubrimientos: “No me ha sido posible alcanzar la Luna. Quería traérosla para que tuvieseis certeza de mi divinidad. Para que no dudaseis de que Roma es el trono en el que se asienta Dios, “Yo”, y que, sobre él, se dirigen los asuntos del mundo. Como veis no he podido traerla conmigo. ¿Seguiréis entonces dudando de mi poder? ¿Tendremos que decirle al pueblo romano que su emperador es un indefenso humano como ellos, como vosotros, como todos?” Los consejeros dudaron. Aquel jovenzuelo les había puesto entre la espada y la pared. “Majestad, sin duda que sois “Dios”, pero hay cosas que pertenecen a otro orden, el orden de las leyes inamovibles, que vos mismo habéis establecido antes de venir a este bajo mundo y ser emperador. No dudamos de vuestra divinidad.” Calígula miró a sus consejeros y esa fue la última vez que hubo ternura en su mirada. “Bien. Entonces actuemos como tales. Mostremos a nuestros escépticos senadores por qué hay que amar y, al mismo tiempo, temer a los dioses.” Se acababa de inaugurar el reinado del terror caliguliano.
La historia ha sido implacable con Calígula y, sin embargo, nunca hubo en Roma un emperador más lógico que él, más consecuente con la farsa que se le pedía que asumiera.
De una manera parecida se habla de Trump; si bien se han mitigado las sangrientas connotaciones de su homólogo romano –son otros tiempos.
Incluso antes de convertirse en el 45o inquilino de la Casa Blanca, ya se hablaba de no dejarle entrar, de echarle, de invalidar las elecciones que le habían coronado emperador de la nueva Roma, también llamada “Nueva Jerusalén”. Como a Calígula, se le vituperaba, se le ridiculizaba, se le insultaba… al tiempo que se le calificaba de “Dios”. No hay semana en la que no aparezca un nuevo libro sobre Trump en el que se le alabe o se le denigre. Mas ¿se puede, acaso, denigrar a “Dios”? ¿No será esa la forma más necia de dar patadas al aguijón? Ann Coulter escribió recientemente un libro titulado In Trump We Trust (En Trump confiamos), haciendo referencia al lema del dólar In God We Trust (En Dios confiamos). Unos meses más tarde, le llamaba idiota. No obstante, le perdonó aquella humana incongruencia. El devastador subjetivismo humano no puede tocar la túnica de “Dios” –Ann Coulter ha arruinado su carrera como escritora y como showoman de la política.
Trump sigue la misma implacable lógica de Calígula. “Respondedme: ¿Acaso no habéis asesinado a “Dios”? Los consejeros le responden cabizbajos: “Sí, así es.” Trump continúa con su diabólico silogismo: “¿Y no es, acaso, el humanismo el nuevo poder con derecho a gobernar el universo?” Temblorosos, responden los consejeros: “Así es, presidente.” Trump se va sintiendo cada vez más seguro: “¿Y no son los Estados Unidos el digno y nuevo trono divino?” Trump eleva el tono de voz y, sin darles tiempo a sus consejeros para que respondan, arremete con la pregunta final: “¿Y no soy yo el dios que se sienta en ese trono?” A los consejeros les entra la misma duda que a los consejeros de Calígula. Se entrecruzan nerviosas y crispadas miradas. Sin embargo, ya no hay vuelta atrás: “En verdad que lo eres.”
Aquel asesinato, aquel teocidio, tuvo consecuencias más graves de lo que se pensó en un primer momento. A parte de generarse una impostura epistemológica, se generó una incongruencia de difícil solución, ya que, si realmente ha habido alguna vez un Dios, no parece razonable pensar que el hombre, una entidad creada y de Él mismo emanada, lo hubiera podido asesinar. Nadie aceptaría la imagen de un personaje de novela asesinando al escritor. Se podría tolerar como metáfora o como un efecto literario, pero nunca como una realidad empírica. Por otra parte, si nunca ha existido ese Dios, ¿cómo podría haber sido asesinado? Seguro que alguien argüiría que se trata de una forma de hablar –se podría haber hecho de otra forma. Se podría haber anunciado que, tras un minucioso examen del problema, tanto científicos, como filósofos, políticos y cardenales, hemos llegado a la incuestionable conclusión de que no hay ni ha habido nunca un Dios, más allá de los mitos y leyendas. Sin embargo, en este caso siempre habría pervivido la duda –quizás se han equivocado en el planteamiento del problema o en el desarrollo del método científico. En cambio, al decir que Dios ha sido asesinado, desaparece la duda de que siga existiendo, aunque persista la de si alguna vez existió. En este caso, una duda lleva a la otra, pues si alguna vez existió, quizás no esté muerto… y volvemos al punto de partida.
La simplicidad ontológica con la que se ha tratado este tema está haciendo pagar a unos y a otros un alto precio.
Trump, como Calígula, sabe que todo ha sido una farsa y está dispuesto a seguir con ella hasta las últimas consecuencias. No se va a tirar a la mujer de un senador en una de esas fiestas diplomáticas, pero ha borrado de un twitterazo al mundo de la prensa. Al principio, se reían de su infantilismo político al utilizar el twitter para comunicar al mundo sus decisiones políticas, sus impresiones tras una reunión del gabinete presidencial o para compartir con sus siervos la última emoción que sintió al contemplar cómo los años no pasan por su querida y última esposa. Hoy, sin embargo, todos twittean para comunicar sandeces mucho mayores que esas –presidentes, ministros, consejeros, jefes de policía, políticos y las putas de todos ellos, reclamando sus pisoteados derechos.
Trump, como Calígula, se ha convertido en el espejo en el que se refleja la fealdad y la hipocresía de la democracia, de las organizaciones internacionales, de los valores americanos… Trump, como Calígula, está obligando al mundo a seguir la lógica de su farsa, de su teocidio, de su estupidez ontológica, de su ignorancia como cuartada del vicio.
Trump se acuesta con actrices porno de la misma forma que Calígula se acostaba con su hermana y quizás también con su madre –incesto, adulterio, prostitución… ¿Acaso no es eso lo que todos quieren que se vuelva lícito, que se bendiga? ¿Se puede criticar a un presidente-dios por frecuentar a la elite del placer en un reino donde se le pide que legalice el cambio de sexo?
Trump, como en su tiempo Calígula, muestra al mundo la inoperancia de la administración americana. “¿Puedo ir con mi familia a una visita presidencial a otro país? ¿Es legal que mi hija, la niña de mis ojos, sea uno de mis asesores? ¿Puedo renunciar al sueldo de presidente? ¿Es obligatorio y compulsorio que presente mi estado actual de cuentas?” Silencio, duda caliguliana, farsa, puesta en escena, fraudes, mentiras… Sigamos con el juego.
Al llegar a su blanca casa anunció que se había acabado eso de darle billones de dólares a Israel, lo cual originó un alboroto en los sótanos del Olimpo, que también allí los hay, y tuvo que rectificar toda su política y toda su economía. “No importa. ¿Es eso lo que queréis? ¿Es eso lo que esperáis de mí? Bien. Os satisfaceré. Cambiaré la embajada de los Estados Unidos de Tel Aviv a Jerusalén, anunciaré que los Altos del Golán pertenecen a Israel, llenaré Oriente Medio de tropas y de barcos de guerra… y dejare que América se hunda en la más profunda depresión económica y social.
No son escenas reales, no pueden serlo, pues Dios ha muerto. ¿A quién, pues, pide el pastor Platt si su dios es el que tiene a su izquierda? Sus ropas sacerdotales lo confirman –camiseta y pantalones vaqueros, a juego con la gorra de Trump. Calígula les obliga a seguir con la farsa.
También el papa Francisco ha ofrecido pleitesía a la sagrada familia. Son los representantes de la vieja curia, judíos y cristianos, los asesinos, los que mataron a sus profetas y a punto estuvieron de crucificar al Mesías, al hijo de dios. Trump se ríe, como se reía Calígula: “Si Dios tiene hijos y los manda al mundo para que los maten, qué tiene de malo mandar una misión a Marte, aunque no podamos llegar a la Luna. ¿Qué hay de malo en tejer con incongruencias el entramado de la existencia humana? ¿Hay alguien que esté libre de pecado? ¿Hay alguien que quiera resucitar a Dios? ¿Tú, Putin? ¿Tú, Xi? No tenéis más remedio que adorarme.”
Sin embargo, no estaría de más que Trump echara un vistazo a la cronología de las manifestaciones de Calígula a lo largo del tiempo, pues comprobaría que todas ellas han acabado asesinadas. Y es posible que la nueva curia y los senadores norteamericanos empiecen a sentirse contrariados por la actitud divina de Trump, por su lógica, por su cordura. Es posible que estén preparando las elecciones 2020 sin él. Más Trump no se inquieta. Sonríe al imaginarse la última escena de la última manifestación de Caligula. Sonríe al imaginarse caer abatido por una bala de plata y gritar mientras se derrumba su voluminoso cuerpo:
¡A la historia Donald! ¡A la historia!