La muñeca Barbie fue diseñada ya desde sus albores como un dispositivo capaz de activar numerosas bombas de relojería que deberían estallar en los momentos adecuados, de forma que cada estallido produjese un cambio en la escala de valores de las sociedades occidentales. Fue colocada en 1959 en la Feria Internacional del Juguete de Nueva York. Ya entonces resultó una muñeca insólita, casi inquietante, pues representaba a una joven adulta, sentada frente a un elegante tocador y junto a un variado vestuario –todo de color de «rosa».
En un principio cundió el asombro y todos se preguntaban si esa muñeca era realmente un juguete o simplemente un reclamo publicitario, pues qué niña iba a jugar con ella. Sin embargo, su diseñadora, Ruth Handler, sabía muy bien lo que hacía. Hasta ahora las muñecas con las que soñaban las niñas de todo el mundo representaban a bebés a los que había que cambiar los pañales, acunarles y cantarles nanas para que se durmieran. Eran niñas-mamás que con el tiempo se convertirían en madres y esos muñecos cobrarían vida en sus brazos. Y eso era, precisamente, lo que había que cambiar.
Ruth, como buena judía, pensaba en el dinero –en el mucho dinero– que podría ganar con Barbie; pero también –como buena judía– pensaba en trastocar el orden de valores de las sociedades occidentales, dislocar su estructura básica y de esta forma crear la confusión y el caos que propician el derrumbe de cualquier sociedad.
Y como buena judía Ruth se camuflaba tras una biografía que poco, o nada, tenía que ver con la real. Su verdadero nombre era Ruth Marianna Moskovicz, hija de un herrero judío de origen polaco. En 1945 junto con su esposo Elliot, también judío, montó la empresa de juguetes Mattel, que sería la encargada de producir y vender las muñecas Barbie. El primer estallido produjo, amén de pingües beneficios para el matrimonio Handler, una inusitada situación –miles de niñas preferían jugar con Barbie antes que con esos muñecos llorones.
Barbie les ofrecía un futuro muy diferente, un futuro de éxito, de independencia, de libertad, de movimiento continuo. Mas para ello esas niñas deberían adquirir las dos características que poseía Barbie y que eran la causa de su éxito. Barbie no tenía sexo. Estaba cerrada y ningún muñeco podía penetrarla, lo que a su vez originaba la siguiente característica –Barbie no podía ser madre, no podía concebir, tener hijos. De esta forma, toda su energía, todo su tiempo, lo dedicaba a labrarse un esplendoroso futuro; y eso mismo es lo que deberían hacer todas las niñas del mundo. Ahora tenían un modelo a seguir.
Mas las niñas estaban abiertas, tenían útero y por lo tanto podían concebir, podían formar familias. ¿Cómo, entonces, iban a implementar en sus vidas los objetivos de Barbie? La única forma de conseguirlo sería a través del lesbianismo –rechazo a los hombres, a la maternidad y a la familia, los tres lastres que le impiden a la mujer triunfar en la vida.
Vemos este esquema en la película «Barbie» que acaba de distribuir Warner Bros, y que es una variación de «Frozen», en la que el amor verdadero solo puede existir entre dos mujeres, y los hombres –estúpidos o malvados– tienen un papel secundario, casi momificado, en el escenario existencial. La mujer no podrá alcanzar la libertad, la independencia y el éxito de Barbie mientras esté condicionada por el matrimonio, la maternidad y la familia –tres indeseable yugos de los que Barbie ya se ha liberado y de los que el resto de niñas-muñecas tendrán que deshacerse: un mensaje diabólico, pero necesario para conseguir una total destrucción de la naturaleza humana.
Desde 1959 no han dejado de estallar las bombas Barbie. Hoy, una de las últimas ha trastocado otro de los pilares fundamentales de la creación proyectando una homosexualidad y un transgenerismo como la forma más natural de relacionarse con el sexo y con el amor. Lo que antes era una anomalía, el estallido Barbie lo ha convertido en la normalidad a la que todos debemos aspirar.
Y aún quedan más bombas por estallar, bombas que nuestra propia normalidad nos impide imaginar.
