Y una mala forma de dar inicio al universo es el Big Bang. Y, peor aún, es el de acabar con su existencia por medio de un apagón solar. Y entre estos dos extremos –una explosión y una extinción– debería el hombre encontrar el sentido de la vida.
Cuando íbamos a la escuela y el profesor de matemáticas nos planteaba un problema para ejercitar nuestro intelecto, lo primero que hacíamos era revisar los datos por si faltaba alguna información necesaria para resolver dicho problema. En la mayoría de los casos la información estaba completa y, por lo tanto, podíamos dar con la solución correcta. No obstante, había veces en las que se había omitido uno o varios factores, y el problema resultaba irresoluble. Ello hacía que protestásemos, pues el planteamiento estaba incompleto.
Sin embargo, en el caso de la ecuación existencial aceptamos el tratar de resolverla incluso a costa de que falte el factor fundamental, el factor que daría sentido a todos los demás –el Creador, el Diseñador, el Ejecutor, el Sostenedor.
Los primeros filósofos griegos (los últimos si ampliamos algo más la geografía en la que se habrían ido desarrollando diferentes epistemologías en interacción con el input profético) resolvieron esta inaceptable carencia cambiando el factor Dios Creador por una energía, un tipo de Big Bang, un iniciador, que una vez producido el universo desaparecería como agente activo en la vida de los hombres.
Sin embargo, en los siglos XIX y XX esta dislocación ontológica resultó insostenible. Si hay un Dios –el que sea– lo mejor será ir a la iglesia los domingos y fiestas de guardar (Kant); y si no hay más Dios que la casualidad organizando la materia en un curioso orden y produciendo vida capaz de replicarse a sí misma a nivel celular y a nivel de organismos completos y complejos –como las plantas, los animales y los seres humanos– entonces tendremos que asumir la incómoda tarea de dar sentido a una vida que ha surgido en un universo aleatorio y sin sentido, sin más finalidad que desaparecer un día, extinguirse como la llama de una vela cuando se ha consumido la mecha.
Y aquí Nietzsche y los existencialistas como Dostoievski, Kafka o Camus intentan apuntalar un sistema filosófico que impida el triunfo del nihilismo. Lo único que lograron fue empeorar aún más las cosas, ya que enarbolar la bandera de la vida a pesar del absurdo que resulta de vivir era, para la mayoría de los individuos, como pedir peras al olmo –una sublimación más estética que racional y práctica.
Y lo más patético de todo resultó el hecho de que tanto a Sartre como a Camus se les concediera el premio Nobel de Literatura, restando de esta forma seriedad a sus planteamientos filosóficos. ¿Qué valor puede tener un premio que se otorga para celebrar el sinsentido de la existencia? Quizás se debiera el despiste sueco a la oposición de ambos filósofos al fascismo, como si en medio del absurdo de vivir tuvieran alguna importancia las opciones políticas. Sería como ofrecer a la gente la posibilidad de elegir el tipo de cáncer del que prefieren morir.
Y a pesar de estas filosofías que claramente apuntan al suicidio colectivo, aquí estamos, con una superpoblación mundial, con unas desenfrenadas ganas de vivir. Ello se debe a que el sentido común, el que configura nuestra naturaleza, nuestra fitrah, prevalece por encima de todos los demás, por encima de toda suposición, de toda conjetura, de toda elucubración.
El hombre siempre ha sabido la verdad. Mas llevado por sus ansias de poder y de rebeldía ha pretendido desconocer de qué va la historia y se ha adherido a sistemas de pensamiento que una y otra vez le conducen al muro de la ignorancia. La más influyente de todas es la que se ha dado en llamar «ciencia».
Sin embargo, en los momentos de extrema dificultad o peligro nadie pide ayuda a esta entelequia. Todos, ineludiblemente, se dirigen a su Creador, el que tiene en Su Mano el destino de todas las cosas y de todos los seres. Después, cuando pasan estos momentos en los que el hombre siente su fragilidad, su impotencia –vuelve a la rebeldía; vuelve al ateísmo, más por negligencia que como resultado de una concienzuda investigación. Vuelve, pues, a la ciencia; vuelve a confiar en los científicos. Mas lo hace como coartada, para justificar, precisamente, su rebeldía frente a la deidad que lo ha creado.
Pregúntales Quién puede salvarles de las tinieblas de la tierra y del mar. Le suplicáis humildes y temerosos: “Si nos salvas de esta aflicción, seremos de los agradecidos.” Aclárales que es Allah Quien les salva de esta y de todas las aflicciones. Sin embargo, cuando os veis a salvo, levantáis junto a Él otros dioses. (Corán, sura 6, aleya 63-64)
Cuando montan en un barco, invocan a Allah con absoluta sinceridad, pero cuando los ponemos a salvo en tierra, dan poder a otros para encubrir los favores que les concedemos y de los que obtienen beneficios, pero ya sabrán. (Corán, sura 29, aleyas 65-66)
Y así se sucederán sus irracionales alternancias entre la fe intuitiva, natural, espontánea y el insostenible paganismo que le ofrece la ciencia. Mas cómo podría este hombre confiar sinceramente en un sistema basado en hipótesis disparatadas; en una ciencia que cada día anuncia que «un nuevo hallazgo» nos obligará a replantearnos las leyes de la física, las fechas de la aparición del hombre, su geografía; si emigró de África a China o de China a África… en una ciencia que duda de sus propias conjeturas, que no sabe qué hacer con el Big Bang –una teoría que ha cambiado una y otra vez sus principios básicos.
Cómo podría este hombre, decimos, confiar en el paganismo científico frente a la portentosa perfección que se despliega por doquier, obra de ese a quien suplica cuando realmente necesita ayuda. Mas el hombre es experto en engañarse a sí mismo. Le deslumbra el misterio más que la verdad. Mas esa alternancia, ese vaivén en el que se mueve el sinsentido de su vida, será la causa de un mal final.
¡Oh tú, el hombre –insan! ¿Qué te engañó, apartándote de tu Señor, el Generoso? El que te creó, te conformó y te equilibró en la forma en la que te quiso componer. ¡Pero no! Negáis la rendición de cuentas. (Corán, sura 82, aleyas 6-9)
