E infección y muerte es lo que vemos en el ámbito de la ciencia, en la fuente científica de la que sigue bebiendo buena parte de la humanidad –una humanidad enferma, infectada, intoxicada… Y todo ello produce delirio, a menudo maquillado con mágicas coletillas del tipo: «Un grupo de expertos…»; «Un nuevo estudio…» De esta forma se nos tiene al corriente de las últimas ocurrencias delirantes de los científicos.
Hace unos días, sin ir más lejos, leíamos con cierta estupefacción que al universo había que aumentarle su edad en el doble de años –de 13 billones debemos pasar a 26 billones, lo cual nos tranquiliza, pues 13 hace referencia a un universo adolescente, casi infantil; mientras que con 26 ya se está hablando de todo un hombre, de un universo maduro; y ello sin olvidar las connotaciones supersticiosas que acompañan al 13.
Sin embargo, seguimos preguntándonos cómo se puede poner fecha de nacimiento a un fenómeno, a un acontecimiento, del que no se sabe el momento en el que se conformó como tal. ¿Qué había antes de él? ¿Cuánto tiempo se mantuvo esa hipotética «singularidad» antes de su hipotética e inverificable expansión? ¿Cómo pudo generarse espacio y tiempo desde la no-existencia? Y un sinfín de otros interrogantes sin posibles respuestas.
La ciencia se ha estancado, confiesan con cierta desesperación algunos astrofísicos y biólogos que se resisten a mantener con una sobredosis de hipocresía la narrativa oficial de la Akademia, y proponen volver a los pre-socráticos –a Heráclito y Parménides, a sus cosmologías. Proponen retroceder 3000 años y situar de nuevo a la filosofía como el substrato de todas las ciencias –una inquietante propuesta si tenemos en cuenta que toda investigación científica está basada en el concepto mismo de evolución, y ésta lleva consigo el de un ilimitado progreso, un «cada vez más» que va borrando el pasado.
¿Cómo es, entonces, que ahora se nos propone volver a los griegos –a un tiempo sin electricidad, sin teléfono, sin internet? ¿Cómo pudieron esos hombres entender el devenir existencial sin la ayuda de todos estos inventos, de todos estos artilugios? ¿No será, entonces, que en vez de progreso lo que hay es un eterno retorno?
Otros investigadores, en cambio, para no caer en este altercado evolucionista, hablan del universo como un objeto cuántico unificado, que si bien no resuelve nada ni permite que la ciencia salga de su estancamiento y fluya, parece confirmar nuestra sospecha de que la vida no es un árbol, sino un rizoma –una extensa, pero limitada red de interconexiones en la que lo vivo sale de lo muerto y lo muerto de lo vivo.
Y ahora, para colmo de males, se han introducido dos nuevos y perturbadores factores en la ecuación general de la existencia sin un ámbito claro en el que situarlos: el yo y la consciencia. Ciertos neuropsicólogos los están buscando en algún hemisferio, repliegue cerebral o enlaces neuronales, sin que hasta ahora dicha búsqueda haya abierto esperanzadoras perspectivas a la psiquiatría.
Y en ese eterno retorno volvemos a la premisa que parece ser la única que se mantiene firme ante este torbellino de confusión –solo sé que no sé nada. O quizás deberíamos decir: ni siquiera sé quién es ese que solo sabe que no sabe nada.
Mitologías aparte, ¿quién demonios eran estos griegos? ¿Cómo de una árida tierra pudieron surgir frondosos árboles? La historia, muy al contrario, nos muestra que el conocimiento, la sabiduría, no surgen espontáneamente, sino por transmisiones. Y quizás aquí hayamos encontrado una de las claves que nos permita desenredar esta intrincada madeja.
¿De dónde obtuvo Tales de Mileto su cosmología? ¿A partir de qué observaciones dedujo que todo es agua –que el universo es agua en diferentes estados? Obviamente, no fue la observación la que le llevó a tan arriesgadas conclusiones. Él mismo nos confiesa que las recibió de los antiguos. Y hay evidencia biográfica de que debió de ser así, pues sabemos que visitó Babilonia y Egipto. Mas este hecho no nos aclara el asunto, pues la pregunta ahora se traslada a: ¿Quiénes eran esos babilonios y esos egipcios?
La respuesta no la encontraremos en los eslabones de esta cadena cosmológica, sino en la fragua donde se martilló el hierro que la conformaría más tarde –el sistema profético. Griegos, babilonios, egipcios… no han realizado otro trabajo que el de transportar en mitos, leyendas y filosofías destellos del conocimiento objetivo sobre el que se ha construido el relato profético. Éste es el punto en el que el hombre se salió del camino. Lleva 400 años deambulando por inhóspitas y abarrotadas selvas, en las que su abrumadora vegetación nos impide encontrar un sendero que nos saque de ese laberinto.
Es hora, pues, de volver al lugar del que partió el extravío. Es hora de volver al relato profético, al conocimiento objetivo y funcional. De lo contrario, que tengan en cuenta estos científicos que continuar caminando por el extravío solo puede llevarnos a un extravío todavía mayor. Solo puede alejarnos de ese punto en el que todavía es posible volver a la verdad, a una clara y coherente comprensión existencial.
Ese es Allah, vuestro Señor, y esa es la verdad. ¿Y qué hay más allá de la verdad, sino el extravío? Sin embargo, la verdad os repele. (Corán, sura 10, aleya 32)
