EL ÁRBOL DE LA VERDAD – Segunda Rama

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El séptimo arte – ¡YA BASTA!

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Definitivamente, el cine se había convertido en el séptimo arte, lo cual le permitió utilizar el sexo y la erótica más atrevida en muchas de sus producciones –Brigitte Bardot adquiría así el mismo estatus que la Venus de Milo, sin ninguna distancia que salvar.

Con esa carta trucada que ni siquiera tenía ahora que esconder debajo de la manga, Hollywood se lanzó a un cambio absoluto y radical de valores –había que despenalizar el adulterio, la fornicación indiscriminada, la prostitución, la homosexualidad, el incesto, el crimen organizado y el brutal colonialismo, entre los más urgentes. No fue fácil, pero en esta ocasión Hollywood demostró ser paciente y tenaz ante la inercia de la superstición religiosa, que siempre ha imperado en las sociedades occidentales, y ante un Vaticano remiso a morir decapitado como Thomas More –beatificado en 1886 y canonizado en 1935 por el Papa Pio XI. De éste y otros hechos parecidos se desprende que siempre ha habido un humanismo heroico y un humanismo mezquino, y que este último es el que ha prevalecido a lo largo de la historia.

La tarea que se había impuesto Hollywood era ingente y necesitaba el apoyo técnico e ideológico de todos los cineastas disponibles, tanto de los nativos como de los foráneos.

Uno de los valores más comprometedores fue el del incesto. Había que embellecer aquel acto a todas luces deplorable, mostrando la exquisita estética que subyace en él. El encargado de encontrarla y presentarla al gran público fue Bernardo Bertolucci con dos películas que trataban temas hasta entonces tabú –El último tango en París (1972) y Luna (1979). La fornicación y el incesto quedaban así santificados. Más aún, representaban formas de vida que, al menos de momento, sólo las más altas elites podían asumir. Por muy aberrante que pudiera parecer en un principio, ya para esas fechas Bertolucci era un dios mayor en el nuevo olimpo que estaba fabricando occidente, y Marlon Brando una estrella refulgente en el panteón celeste. Obviamente, no podían estar equivocados.

El relevo en los 80 lo tomó Pedro Almodóvar, quien logró convencer al mundo –mejor director en el Festival de Cannes (1999) y un Oscar al mejor guión (2000) entre otros premios y nominaciones– de que no había estética más sublime que tener sida, un hermano marica, una madre medio puta y un padre enganchado a las drogas. El vicio, como ya pronosticara A. Machado, le había ganado el pulso a la virtud y ahora era éste lo que más se envidiaba. Aquella receta se completaba con unos toques de ambigua apología feminista, derechos de los parias y un cierto izquierdismo. Todo ello sazonado con el grito irreprochable –¡Ya basta!

Antes habían hecho su trabajo en los 60 Jean-Luc Godard –A bout de souffle-1959; Pierrot le fou y Alphaville-1965, una serie de películas que podríamos clasificar como tragicomedias rebozadas de surrealismo y una cierta filosofía existencial que él y sus colegas de la revista Cahiers de cinéma denominaron Nouvelle Vague– François Truffaut, Claude Chabrol y otros, todos ellos fascinados por lo grotesco, por el mal como algo más interesante que el bien si tenemos en cuenta que ya no había nada que esperar tras la muerte.

A las producciones de la Nouvelle Vague habría que añadir los dramas del sueco Ingmar Bergman en los que el humanismo era exasperantemente absoluto –hombres y mujeres vulgares tratando de comprender sus miserias, sus fracasos y sus impotencias. En una palabra, las tragedias del hombre empequeñecido, ahora al alcance de todos.

No menos influyente ha sido la obra del director soviético ya fallecido, Andrei Arsenyevich Tarkovsky. En su película Solaris (1971), basada en la novela del escritor polaco Stanislaw Lem, plantea la posibilidad de una consciencia cósmica capaz de encarnar nuestros más íntimos secretos, recuerdos y miedos. Dentro del más puro humanismo, ambos interpretan la realidad del hombre como una serie de frustraciones ante un universo demasiado complicado como para ser comprendido por las deficientes capacidades cognoscitivas que operan en el ser humano.

Hay algo en todo este embrollo de una eficiente opacidad colateral. Como se desprende de estos apuntes a modo de esbozos, el cambio de valores se coció en Europa –italianos, españoles, franceses, suecos, rusos… y se confirmó más tarde en los Estados Unidos. El input venía del otro lado del Atlántico, lo que nos puede hacer pensar que el deep state americano es, en realidad, Europa.

También este input llegó a los países islámicos, y la cinematografía egipcia lo transformó en las producciones más bajas que jamás se hayan rodado. Los sultanes otomanos se fueron sintiendo cada vez más a gusto en este bajo mundo, y perdieron de vista la fuente de su inmenso poder. Se olvidaron del mensaje coránico que portaba sabias admoniciones –no os sentéis con judíos ni cristianos, ni los toméis por aliados, pues ellos no os aceptarán hasta que no entréis en su mil-lah, en su forma de vida, y asumáis sus valores. Mas se sentaron con ellos, los tomaron por aliados, les pidieron préstamos, les imitaron, y de esta forma se encontraron al cabo con que habían perdido el árabe y no sabían latín. Lo perdieron todo. No dejaron a sus súbditos más legado que la gloria pasada. Siempre la misma fascinación, el mismo canto de sirenas.

Odiseo tomó la precaución de atarse al mástil del barco, pero son muy pocos los precavidos –se acercan a la tentación y caen en el tempestuoso mar de las ficciones, de las sirenas inexistentes, de los espejismos. Después de nada sirve la reflexión –el mar los engulle sin piedad. Lo peor del caso es que nadie aprende. De poco sirve la experiencia acumulada en la memoria de la historia. Ahí está Erdogan para confirmarlo –ha querido devolver a Turquía la gloria otomana, y poco le ha faltado para quedarse sin la “Puerta Sublime”.

No obstante, la tarea más ardua con la que se ha tenido que enfrentar Hollywood, así como el deep state en general, ha sido la de justificar el brutal colonialismo y redimir de una vez por todas a sus protagonistas. Parecía una tarea imposible, pero el tiempo jugaba a su favor.

Las continuas contradicciones con las que se iba desarrollando la política y el pensamiento europeo fueron depositando en la psiquis de los occidentales una aguda impavidez ante los acontecimientos. En su obra Utopía Thomas More abogaba por una sociedad pagana y comunista en la que todas sus instituciones públicas, así como sus normas de conducta, estuvieran gobernadas por la razón. En un principio, no parece muy razonable que el paganismo sea la mejor opción para establecer las normas de conducta de una sociedad. En Utopía, More analizaba temas como –la ciencia penal, el control estatal de la educación, el pluralismo religioso, el divorcio, la eutanasia y los derechos de la mujer. No obstante, prefirió el martirio antes que aceptar la disolución del matrimonio de Enrique VIII con Catalina de Aragón. Sin duda se trataba de un golpe de estado encubierto. More, Erasmo y Lutero representaban una nueva propuesta, un nuevo orden mundial –el humanismo. No hay que perder de vista el hecho de que el movimiento humanista no aboga tanto por una sociedad atea como por una sociedad en continua rebeldía. No niega la existencia de Allah, pero considera que el hombre lo puede hacer mejor que Él. El absurdo de tal proposición roza el absoluto. Sin embargo, el humanismo lo justifica alegando que si el hombre –y mejor ellos que ningún otro– se hiciera cargo de la creación, no habría guerras, hambre, terremotos, tornados, tsunamis, carteles y un sinfín de elementos venenosos que actúan impunemente en el universo. La ignorancia que subyace en los cargos que se imputan a la divinidad no atañe a los proponentes, sino a las masas que los siguen a ciegas sin saber a dónde les van a llevar y sin análisis que les alerte del peligro ontológico que supone la propuesta humanista. Las elites saben lo que quieren –el establecimiento del paraíso en esta tierra, la inmortalidad y un dominio inacabable. Y también saben que tal ocurrencia es imposible. El paraíso exige otra tierra, otro cielo y otras nafs, otras entidades vivas independientes. Reconocerlo supondría una drástica alteración de sus programas políticos, económicos y sociales, una vuelta al sistema divino y un rechazo simultáneo del sistema tecnológico –robotización de las masas, acumulación en sus manos de la riqueza del planeta y del poder militar y una continua manipulación de valores. Nada más lejos de su intención –hay que subir a los cielos y destronar al Rey supremo.

Contradicción tras contradicción, incongruencia tras incongruencia, falseamiento de los hechos tras falseamiento, ha hecho que las masas dejen de preocuparse por la verdad. Dicen: “Es normal que los políticos engañen; es normal que roben, que mientan… Así es el mundo y así es el hombre.” No han dejado de ver películas en las que los jueces se venden, los políticos dirigen los carteles, los sacerdotes se alían con los demonios y muchos otros desmanes. No obstante, el brutal colonialismo les impide tener la consciencia tranquila. Hay que convencerles de que era necesario, de que era la mejor opción.

La idea la expresó de forma convincente Maquiavelo en su “razón de estado” –hay cosas que no se pueden decir, que son secretas porque así lo exige la seguridad nacional. A veces hay que matar, traicionar compromisos, cambiar a los dirigentes que no siguen los argumentos racionales de las elites. Las masas aceptaron la razón de estado, pero el brutal colonialismo seguía siendo un escándalo religioso, político y moral. El refuerzo llegó de la mano de un inocente refrán –más vale prevenir que curar. Ahí estaba la clave. El colonialismo había sido una forma preventiva de curar posibles males –era más que comprensible que Inglaterra temiera una invasión por parte de Bangladesh o de la poderosa India del siglo XVIII. De la misma forma, Francia se sentía amenazada por la agresiva república del Alto Volta más tarde llamada Burkina Faso. Bélgica vivía sus peores días al pensar en un sorpresivo ataque del Congo. La misma desazón vivía Dinamarca ante la perspectiva nada ilusoria de una invasión por parte de Ghana. Ante aquella situación de peligro inminente, Europa optó por prevenirse, y de esta forma evitó el tener que curarse las heridas. No hubo pues colonialismo. Tampoco lo hay por parte de los Estados Unidos. Las sugerencias de Samuel Huntington, John Choon Yoo (ministro de justicia durante la administración de Bush hijo) y de Robert J. Delahunty (consejero legal en el departamento de justicia en este mismo periodo) sirvieron de base para evitar curas mayores en Iraq y Afganistán.

A estos apoyos ideológicos, se sumaban los eufemismos con los que se trataba de explicar el resultado final –debemos reconocer que ha habido un error de cálculo. Con esta infamia semántica se justificaba la matanza de 5 millones de iraquís. No obstante, en este caso, Hollywood se ha sentido torpe a la hora de mostrar en sus producciones cinematográficas el heroísmo americano frente al desorden iraquí. La atroz realidad ha podida más esta vez que el cinismo hollywoodense.

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