Quién eres tú para decirme lo que es ilícito

Desde los tiempos de Rousseau, por comenzar el relato en un tiempo histórico cercano, el hombre no ha dejado de preguntarse de dónde surge la moralidad, de dónde emana esa fuerza, esa corriente interior que nos obliga a renunciar a lo que con más ardor deseamos; y también desde los tiempos de Rousseau no ha cesado el hombre de fabricar teorías y de proponer hipótesis. Y cada vez más esa pregunta se hace más inquietante, pues la cultura no ha dejado de contradecir los principios morales que hasta la Segunda Guerra Mundial imperaban en todo el mundo.

Hasta entonces se suponía que existía algo así como el derecho natural, algo que era intrínseco a la naturaleza humana y que funcionaba sin necesidad de una religión que lo impusiera desde arriba. Ahí tenemos, si no, la insinuación de Ibn Tufail en su “El filósofo autodidacta”. Tras un naufragio el único superviviente, un bebé, es adoptado por una gacela, quien lo cría y cuida de él hasta su muerte. El recién nacido es ahora un muchacho que no ha dejado de observar la naturaleza que le rodea. Más aún, no ha dejado ni por un solo instante de hacerse preguntas transcendentales. Han transcurrido muchos años y ahora ese joven se ha convertido en un anciano lleno de sabiduría -una sabiduría que no ha recibido de los libros, de maestros o de una sociedad humana. Ha sido su intelecto, sus capacidades cognitivas, su consciencia, su reflexión… las que le han llevado a una comprensión existencial que asombra a un sabio musulmán que acaba de llegar a esa isla. Su conocimiento, adquirido tras largos años de estudio, no supera al de ese hombre que no ha tenido otros maestros que los animales, el bosque y las estrellas del cielo; sin olvidar ese “derecho natural” que estaría presente en cada hombre, en cada ser humano.

No deja de ser interesante el hecho de que “El filósofo autodidacta” fuese un auténtico bestseller en la Europa del siglo XVII. Ese será el libro, no la Biblia, que los colonos que se dirigen a América lleven debajo del brazo. Y esa también será la filosofía que impere durante todo ese siglo en aquellas tierras. La vemos muy bien expresada en las numerosas películas que ha producido Hollywood sobre la “conquista del oeste”. Vemos allí familias que viven sin otro entorno que la naturaleza y que no tienen otra ley que la que emana de ese intrínseco “derecho natural”. Es el individualismo absoluto –“yo y el Universo”: la naturaleza y un conocimiento que emana de mi interior. Esta idea de Ibn Tufail (1105, Guadix, al-Ándalus) no ha cesado de inspirar buena parte de la literatura europea -Robinson Crusoe, Tarzán… Cast Away -la última versión de Hollywood.

Sin embargo, fuera de los libros y del celuloide, todas estas propuestas resultan fantasiosas. Existe, es cierto, una naturaleza, una substancia, un molde… intrínseco al hombre. Mas nada tiene que ver con la moral o con la ley. Es la Fitra, substantivo del verbo Fatara -que significa crear, originar. Y la Fitra es, precisamente, ese molde en el que ha sido originada la naturaleza humana, su esencia, su identidad. Esa Fitra es una simple, pero transcendental, declaración: hay un Dios Todopoderoso que me ha creado y que ha originado todo cuanto existe. Esta confesión -con todo lo que implica- es la substancia de la Nafs humana, una confesión que exige reflexión y, por lo tanto, consciencia.

No sabemos qué pueda ser bueno o malo para nosotros. No existe una moral intrínseca que opere desde dentro de nosotros. Lo que existe es la certitud de que hemos sido creados por un Dios Todopoderoso. Sin embargo, esta creencia no resuelve el problema. Ahora necesitamos que ese Dios nos revele cómo debemos vivir; qué cosas y qué actos son lícitos y qué cosas y qué actos son ilícitos. En una palabra, necesitamos que ese Creador establezca los límites dentro de los cuales debemos vivir. Y esa es la función del sistema profético. A través de libros y de profetas se van transportando milenio tras milenio, generación tras generación esos límites -esos muros de contención que impiden que vayamos más allá de las capacidades que han sido activadas en nosotros para la vida en este mundo.

Este es el papel que debe jugar la religión -recordarnos en todo momento las fronteras del ámbito existencial en el que vivimos. Pensábamos que era natural que los hijos no tuviesen relaciones sexuales con sus padres o que esas relaciones se estableciesen entre hermanos. Sin embargo, no es así. Cuando una sociedad abandona mayoritariamente la religión, el incesto y otras muchas anomalías sexuales dejan de ser una excepción para convertirse en la norma.

El primer fenómeno social que observamos tras la Segunda Guerra Mundial es una inclinación cada vez más acentuada hacia el materialismo, el laicismo… el ateísmo. Y al mismo tiempo vemos cómo en esas sociedades occidentales se van implementando actuaciones que van en contra de la moral, de los principios religiosos que han operado hasta entonces -homosexualidad, lesbianismo, transgenerismo, incesto, relaciones sexuales con animales… Y ello es así porque esos límites, que le protegen al hombre, no son naturales, ya que el hombre no se conoce a sí mismo. Son límites establecidos por el Creador a través del sistema profético. En el Corán tenemos páginas enteras en las que se nos recuerda con quién es lícito que contraigamos el matrimonio, que podamos tener relaciones sexuales -el resto será ilícito.

¿Por qué se detalla algo que se suponía formaba parte del derecho natural, de la moral natural? Se detalla porque lo que aprendemos de la historia de la humanidad es que el hombre ha transgredido una y otra vez estos límites. No solamente en Grecia y Roma, en muchos otros pueblos el incesto y la relación entre hermanos era común y aceptada. Más aún, en determinadas tribus era habitual que el anfitrión ofreciese su esposa al invitado -formaba parte de su cortesía, de su hospitalidad. Los europeos se escandalizaban de tales prácticas y se olvidaban que durante siglos en Europa existía el derecho de pernada. Era el rey o los señores feudales los que pasaban la primera noche de bodas con la esposa; y quizás no solo la primera noche. También era común y aceptado.

Por lo tanto, lo que llamamos incesto, adulterio, fornicación… han sido prácticas habituales a lo largo del tiempo en casi todos los pueblos de la Tierra. Por ello, no es de extrañar que en el Corán, la última revelación, se detalle escrupulosamente cuáles son las relaciones lícitas dentro de los límites establecidos por el Creador.

Mas ¿qué valor pueden tener estas páginas coránicas para un no-creyente, para alguien que sigue los mandatos de la cultura? No solo el incesto no será ilícito para él, sino que será sublime. Fijémonos, si no, en el mensaje de “La luna” de Bernardo Bertolucci -todo un canto al amor y a la relación sexual entre madre e hijo- una película que se estrenó en 1979, hace ahora 45 años. Y esta filmación llena de esteticismo burgués es ahora la norma en buena parte de las sociedades occidentales. Se celebra la homosexualidad por todo lo alto -se celebra y se protege. Se favorece el aborto y el transgenerismo.

Y mientras todo ese tsunami degradante avanza imparable, retrocede -como si de una resaca se tratase- la moral que llamábamos natural, intrínseca a la naturaleza humana, incuestionable, sin necesitad de una religión que la apuntalase. Mas la realidad que hoy observamos por doquier es muy diferente a esa premisa que ahora ha resultado ser falsa -la moral, los muros de contención, los límites… son establecidos por el Creador y transmitidos al hombre por el sistema profético. Cuando nos salimos de este ámbito, caemos -necesariamente- en la degradación, descendemos a lo más bajo a lo que puede descender el hombre.

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