
Dirk Schulze-Makuch para Big Think
Definir con exactitud qué entendemos por «vida», en todas sus diversas formas, ha sido durante mucho tiempo un desafío formidable. A pesar de todos nuestros avances en la ciencia biológica (incluido el descubrimiento de la estructura del ADN), aún no tenemos una respuesta definitiva.
Ninguna de las muchas definiciones sugeridas ha sido ampliamente aceptada. Según la definición tradicional del diccionario, «vida» requiere metabolismo, crecimiento, replicación y adaptación al entorno. Por lo tanto, la mayoría de los científicos no consideran, por ejemplo, que los virus estén vivos porque no pueden reproducirse ni crecer, ni metabolizar. Sin embargo, poseen un mecanismo genético que les permite reproducirse con la ayuda de una célula viva.
Los parásitos tampoco pueden reproducirse sin un huésped, pero nadie diría que un animal como la tenia no esté vivo. En sentido estricto, los virus cumplen los criterios tradicionales de vida solo parcialmente y bajo ciertas circunstancias. Aún más confuso es que los virus podrían haber evolucionado a partir de bacterias, que claramente están vivas. Entonces, ¿se trata de un caso en el que un organismo vivo se transformó en un estado inerte por presiones evolutivas? De ser así, ¿dónde trazaríamos la línea entre lo vivo y lo inerte?
La vida tal como podríamos encontrarla
Dado que los astrobiólogos no solo piensan en la vida tal como la conocemos, sino también en la vida como podríamos encontrarla, algunos se inclinaron por la definición amplia de vida propuesta por la NASA: «Un sistema químico autosuficiente capaz de evolución darwiniana». Pero, ¿cuán útil es esto realmente para los científicos que trabajan en misiones de exploración planetaria? Imaginen a un astronauta o un explorador en algún planeta alienígena, asignado a la búsqueda de vida. ¿Deberían realmente esperar hasta poder observar la evolución darwiniana, que podría llevar generaciones? ¿Y por qué tiene que ser evolución darwiniana? En un mundo donde hablamos de bebés de diseño, podemos imaginar fácilmente nuevas formas de vida que experimentarían una evolución lamarckiana, transmitiendo características adquiridas en lugar de evolucionar únicamente por selección natural. ¿No se considerarían también vivas?
Como es habitual, al considerar estas cuestiones, nos vemos obstaculizados por nuestro limitado conocimiento. Seguimos intentando definir la vida por las propiedades que podemos observar, al igual que los científicos del siglo XIX definieron el agua como un líquido que se congelaba a 0 °C y hervía a 100 °C. Solo con el descubrimiento de la teoría molecular llegaron a definir el agua como H₂O.
También existe el problema de N=1. ¿Cómo podemos esperar llegar a una buena definición de vida cuando solo tenemos un ejemplo: la vida en la Tierra? Incluso con toda su diversidad, ¿podemos estar realmente seguros de que la vida terrestre es representativa de toda la vida en el universo? ¿Podemos realmente excluir la posibilidad de que seamos los bichos raros?
Quizás sea en parte una cuestión lingüística. Gramaticalmente hablando, «vida» es un sustantivo. Pero en términos biológicos, es más como un verbo, más un proceso que una cosa. Definir la vida es algo así como definir el viento, que describe el aire en movimiento: un estado de ser más que un objeto específico. Las moléculas del viento son iguales a las del aire, pero su estado dinámico es lo que las define.
Quizás deberíamos consultar a filósofos. Carol Cleland, filósofa de la Universidad de Colorado en Boulder, argumenta que la falta de una definición única y aceptada de la vida se debe a la falta de una teoría integral de los sistemas vivos. Al buscar vida en otros mundos, deberíamos centrarnos en las anomalías, que en algunos casos pueden resultar estar vivas. Esta parece ser una estrategia de búsqueda adecuada, especialmente cuando buscamos vida tal como la desconocemos. De lo contrario, si nuestros parámetros de búsqueda se ajustan demasiado a patrones conocidos de la vida terrestre, la vida extraterrestre podría resultar demasiado extraña para que la reconozcamos.
Una lista de verificación universal
A pesar de estos dilemas, hay ciertas características que deberíamos esperar de todos los seres vivos. Debería existir algún tipo de límite y desequilibrio entre el organismo y su entorno externo. Debería haber algún aporte de energía externa para realizar las tareas dentro del organismo. Y, finalmente, el organismo debería ser capaz de reproducirse.
Este último criterio puede ser el más importante. Pero plantea otra cuestión espinosa: ¿Afirmaríamos que una máquina esté «viva» en el caso de que pudiera ensamblar otra máquina (ya sea igual o diferente a ella) a partir de materias primas y transmitir las instrucciones necesarias para repetir ese proceso de fabricación? ¿O deberíamos reservar ese término solo para las formas de vida biológicas que diseñaron estas máquinas autorreplicantes, incluso si sus diseñadores ya no estén vivos?
A medida que nos adentramos en el espacio, más allá de nuestro planeta de origen, nos enfrentaremos a estos enigmas, al igual que la llegada de la inteligencia artificial plantea preguntas (a veces incómodas) sobre qué entendemos por sensibilidad e incluso consciencia. Por ahora, no tenemos buenas respuestas, pero al menos estamos empezando a considerar las posibilidades de una manera más sofisticada.

SONDAS: Cada día que pasa se hace más patente el hecho de que la ciencia es en sí misma un fraude. Y aquí fraude significa fracaso encubierto, algo relativamente entendible dada la psicología humana, si no fuera porque ese encubrimiento se lleva a cabo con una devastadora dosis de cinismo.
A la ciencia -empero- no le preocupa esta actitud tan poco científica, pues la humanidad entera se ha convertido en su rehén. Está amordazada y atada de pies y manos en el sótano húmedo y sombrío de su confusión cognitiva. Una vez que los manipuladores de la realidad arrancaron al hombre de la Órbita Divina, de su relación con el Creador, éste se convirtió en rehén de la ciencia. No le ha quedado otro dios al que adorar. Los científicos lo saben y por ello son cada vez más cínicos al compartir el continuo fracaso con sus prisioneros. A la humanidad ya no le queda otra opción para justificar este altercado que la de repetir una y otra vez “es solo cuestión de tiempo”. Sin embargo, habrá que poner algún límite a ese tiempo. O quizás no haga falta, pues ¿quién va a venir a liberar a esos rehenes? Y cínicamente comienza este artículo:
Los astrobiólogos aún tienen más preguntas que respuestas.
Una frase que podría expresar un cierto grado de humildad. Mas no nos equivoquemos. El autor quiere regocijarse en el cinismo que empaña todo el artículo:
Quizás deberíamos consultar a filósofos.
Una frase inquietante cuando proviene de un científico, pues la ciencia está basada en la constante evolución, en el imparable progreso. ¿Cómo entonces en 2025 hablamos de volver a la filosofía? Una disciplina que la ciencia había vuelto obsoleta; una herramienta innecesaria, incapaz de acompañar a la ciencia en ese ilimitado progreso.
Mas el cinismo científico no está exento de mentiras, de fraudes, de formas de hablar que encubran la realidad de los hechos. También en este artículo tenemos ejemplo de ello:
¿Podemos estar realmente seguros de que la vida terrestre es representativa de toda la vida en el universo?
Gramaticalmente hablando, esta frase da a entender que existe vida esparcida por todo el universo y que cabría la posibilidad de que no fuese exactamente igual a las formas de vida que tenemos en la Tierra. Pero ¿acaso tenemos algún indicio de que haya vida más allá de la torta terráquea? Según nos declararan las diversas agencias espaciales de todo el mundo, decenas de súper telescopios otean el horizonte más allá de nuestra galaxia; hay continuas expediciones no tripuladas y provistas de róveres que husmean en otros planetas. Y todo ese frenético despliegue de medios no nos trae otro input que algo que podría ser como un aminoácido, aunque harán falta más comprobaciones para estar seguros. Y ¿qué son los aminoácidos? Moléculas inertes, como cualquier otra molécula.
Y si los aminoácidos preludian la vida de forma casi inevitable, entonces ¿por qué no podemos producir vida en algún laboratorio o en cualquier otro espacio? Tenemos aminoácidos, tenemos lípidos, ADN, ARN y todos los componentes que constituyen las células. ¿Qué nos falta entonces? “Es solo cuestión de tiempo.”
Mas llevemos nuestra atención al último párrafo del artículo:
¿Afirmaríamos que una máquina esté «viva» en el caso de que pudiera ensamblar otra máquina (ya sea igual o diferente a ella) a partir de materias primas y transmitir las instrucciones necesarias para repetir ese proceso de fabricación? ¿O deberíamos reservar ese término solo para las formas de vida biológicas que diseñaron estas máquinas autorreplicantes, incluso si sus diseñadores ya no están vivos?
Y aquí llegamos al colmo mismo del cinismo, pues en este pequeño texto se encuentra encapsulada la explicación de cómo surge la vida de lo inerte e incluso de algo mejor aún que definir la vida -su finalidad. Todos sabemos que una máquina es un conjunto inerte de piezas muertas -metal, plásticos, silicona… Y este mecanismo, y de ello no hay nadie que tenga la menor duda, ha sido diseñado, fabricado y ensamblado por organismos vivos; por hombres inteligentes, dotados de consciencia, con voluntad y objetivos claros. Y es posible que esas entidades vivas, esos hombres, hayan introducido en ese mecanismo, en esa máquina, instrucciones/programas, para que, utilizando materias primas a su alcance, pueda fabricar una máquina igual a ella o parecida; y que -a su vez- haya introducido en esa nueva máquina instrucciones/programas para que también ella pueda producir una tercera máquina. Y así sucesivamente.
En la práctica este escenario resultaría imposible, pues para que ello fuese realista, harían falta decenas de máquina, máquinas/robots interactuando entre ellas con sofisticados programas, y al mismo tiempo se necesitarían otros mecanismos que fueran aportando las materias primas que el conjunto necesitase para su trabajo. Mas ¿de dónde llegarían esos materiales? Haría falta desarrollar todo un sistema de minería, de fundición y altos hornos, una red de transporte… hasta no tener más remedio que desarrollar una complejísima sociedad súper industrializada. Sin embargo, el ejemplo es sumamente revelador, pues es así, exactamente, cómo funciona la creación.
En el ejemplo hemos necesitado un conjunto de seres vivos, inteligentes, conscientes, capaces de diseñar esa máquina; de fabricar todas sus piezas y ensamblarlas, introduciendo en ella los programas necesarios, óptimos para su tarea. Por lo tanto, si eliminamos el primer factor -las entidades vivas- ni siquiera habrá máquina. Si eliminamos al Creador, ni siquiera habrá vida, pues ninguna máquina, ninguna entidad viva, ningún hombre, puede producirla. Para que esa máquina exista, para que la vida pueda expresarse, hace falta un Diseñador/Productor/Creador, ya que más allá de los razonamientos cínicos, el azar, los procesos aleatorios no pueden explicar que se haya originado esa máquina ni la vida.
Y aquí es donde entra en juego una aproximación al problema mucho más práctica y consistente que el definir qué pueda ser la vida. Las definiciones son siempre terminales subjetivas de una teoría no menos subjetiva y, por lo tanto, nunca habrá consenso. Mas lo que importa, lo que realmente inquieta a la gente, es la finalidad, el objetivo de la vida. Podemos vivir complacidos sin saber cómo se originó la vida, cuáles puedan ser las condiciones para que un organismo esté vivo… pero no podemos vivir con normalidad psicológica si no sabemos para qué estamos vivos; para qué hemos venido a este universo.
Llegados a este punto, ni la ciencia ni la filosofía pueden responder a estas apremiantes preguntas. Y ello porque encierran en sí mismas una desconcertante paradoja. Los científicos buscan la vida en los elementos que la constituyen o en su entorno o incluso en alguna extraña y aún no descubierta propiedad de la materia; pero no encuentran, sino elementos inertes, a los que no hay forma de darles vida. Y ello -y aquí la paradoja- porque la vida viene de fuera, de fuera del universo, de fuera de la materia, de todo lo conocido e imaginable. Es la fuerza, la energía, que el Creador insufla en determinadas entidades. Es la electricidad que al enchufar el ingeniero la máquina a la red, ésta cobra vida, empieza a funcionar:
Es Allah Quien hiende la semilla y el hueso de los frutos, sacando lo vivo de lo muerto y haciendo que lo vivo sea fuente y origen de lo muerto. Es Allah Quien lo ha diseñado así. Sin embargo, os apartáis del camino. (Corán, sura 6, aleya 95)
Pregúntales quién les provee desde el cielo y desde la tierra; quién tiene pleno dominio sobre la facultad de ver y de oír; quién hace salir lo vivo de lo muerto y lo muerto de lo vivo; quién rige el plan de la creación. Dirán que Allah. Exhórtales entonces a que tomen en serio Sus advertencias. (Corán, sura 10, aleya 31)
Él es el Alabado en los Cielos y en la Tierra– y por la noche y al mediodía. Hace salir lo vivo de lo muerto y lo muerto de lo vivo, y vivifica la tierra después de haber estado muerta. De esa misma forma se os hará salir. (Corán, sura 30, aleya 18-19)
Y esta misma paradoja se extiende a la finalidad de la vida, del universo, ya que la razón de que estemos vivos debemos buscarla en la vida que se extiende más allá de la muerte. La existencia es un viaje, y como todo viaje tiene etapas, fases; y cada una de ellas tiene como objetivo preparar nuestro paso a la siguiente y que lo hagamos de la mejor manera posible:
No habéis cesado de pasar de una condición a otra. (Corán, sura 84, aleya 19)
Y esta desconcertante paradoja es lo que nos hace admirar al Diseñador.
