
Fyodor Lukyanov para Kommersant
Hace ochenta años, el 4 de febrero de 1945, la Conferencia de Yalta reunió a los líderes de la coalición antihitleriana para sentar las bases del orden mundial de posguerra. Fue un acontecimiento histórico que marcó las relaciones globales durante décadas. Si bien el Acta Final de Helsinki de 1975 marcó otro hito, fue una extensión de los principios de Yalta, más que una nueva base. Sin embargo, desde el fin de la Guerra Fría, no ha habido acuerdos vinculantes que definan el orden global.
El mundo ha cambiado fundamentalmente y la dinámica actual hace improbable que se pueda alcanzar un acuerdo similar. El desmoronamiento de las normas establecidas y la creciente competencia geopolítica han provocado llamamientos a un “nuevo Yalta” -un nuevo gran tratado que establezca principios para la realidad actual. Con el regreso del presidente estadounidense Donald Trump a la escena política, tales discusiones se han intensificado. Por un lado, la retórica de Trump a menudo socava los restos de las viejas reglas. Por otro, Trump tiene una tendencia a hacer tratos. Pero ¿puede realmente surgir un nuevo gran pacto? Difícilmente.
La estrategia de Trump para llegar a acuerdos prioriza las ganancias monetarias y las ventajas coyunturales por sobre las soluciones integrales y de largo plazo. Su concepción de los acuerdos es transaccional, carente de la visión necesaria para un tratado de la escala de Yalta. Sin embargo, no se trata sólo de Trump.
Los acuerdos de Yalta-Potsdam surgieron de las cenizas de una guerra global, en la que las potencias victoriosas desmantelaron conjuntamente al pretendiente a la dominación mundial. Esta colaboración sin precedentes dio a los Aliados la autoridad moral y política para dar forma al orden mundial. A pesar de la intensidad de los conflictos actuales, en particular en Ucrania, es incorrecto equipararlos con una guerra mundial. Gran parte del planeta ve los enfrentamientos actuales como disputas internas entre potencias incapaces de concluir por completo la Guerra Fría. Si bien las simpatías varían, la mayoría de las naciones prefieren mantenerse al margen, minimizando sus propios riesgos y costos.
Además, el concepto de un “orden mundial”, tal como se entiende en términos occidentales, está perdiendo relevancia. Durante siglos, las grandes potencias de Europa y más tarde del hemisferio norte impusieron reglas que gradualmente se extendieron a todo el planeta. Pero, a medida que la hegemonía occidental se desvanece, esas reglas ya no resuenan universalmente. Las potencias en ascenso del Sur y el Este Globales no están ansiosas por asumir el manto del liderazgo global. En cambio, priorizan la protección de sus intereses en contextos específicos, haciendo eco del enfoque transaccional de Trump.
China ofrece un ejemplo convincente. Si bien Beijing propone con frecuencia iniciativas globales, a menudo se trata de declaraciones amplias y aspiracionales que carecen de planes de implementación detallados. Los principios de China pueden tener coherencia interna, pero no logran ganar fuerza a nivel mundial. Lo mismo se aplica a otras grandes potencias con tradiciones culturales y políticas únicas. A medida que crece su influencia, disminuye su disposición a adaptarse a las reglas externas.
Este cambio no elimina la necesidad de marcos de coexistencia. Sin embargo, es más probable que las futuras relaciones internacionales se asemejen a la estructura flexible e informal de BRICS+ en lugar de acuerdos rígidos y vinculantes. Este modelo reconoce intereses compartidos sin imponer criterios estrictos u obligaciones legales.
¿Sería posible un nuevo acuerdo de “Yalta” entre Rusia y Occidente? En teoría, sí. Podría surgir un acuerdo limitado destinado a resolver disputas regionales específicas. Sin embargo, por ahora no hay señales de que se vaya a llevar a cabo una iniciativa de ese tipo. Incluso si se materializara, su impacto global sería limitado. La era de los acuerdos integrales que definían el orden mundial parece haber terminado.
El fin de la globalización liberal –a menudo enmarcada como el “orden basado en reglas”– marca un punto de inflexión significativo. Si bien no se ha producido la fragmentación del sistema internacional, la interconexión de la economía global persiste a pesar de las tensiones políticas. Los esfuerzos por aislar a países como Rusia han dado lugar a distorsiones e ineficiencias, pero no han cortado los lazos globales. Esta resistencia pone de relieve la persistente complejidad de las relaciones internacionales.
La situación actual no es ni totalmente desesperanzadora ni totalmente esperanzadora. Si bien la ausencia de un marco global unificador crea incertidumbre, también abre la puerta a acuerdos pragmáticos caso por caso. Sin embargo, los intentos de revivir la política imperial y establecer esferas de influencia corren el riesgo de generar más inestabilidad. El equilibrio de poder ya no favorece a una única autoridad normativa, ya sean Estados Unidos, China o cualquier otra nación.
Tras la pandemia de COVID-19 y las convulsiones geopolíticas en curso, hemos entrado en un período de profunda transformación. El barniz del viejo orden se ha desprendido, revelando su fragilidad subyacente. Si bien los desafíos son importantes, también presentan oportunidades para reimaginar las relaciones globales. La pregunta sigue siendo: ¿puede la comunidad internacional estar a la altura de las circunstancias o sucumbirá a las fuerzas de la división? Los primeros pasos de esta nueva era sugieren que, si bien es imposible regresar al pasado, el futuro sigue sin escribirse.

SONDAS: Cuando imaginar un escenario cualquiera para el mundo resulta imprevisible, arriesgado, decidimos revisar la historia, asumiendo -quizás- que en algún punto de su relato algo transcendental se escapó a nuestra observación; burló nuestra consciencia. Mas tras un breve, pero atento examen de los acontecimientos pasados que al menos teóricamente habrían desembocado en este impasse actual en el que vivimos, volvemos -como si de una maldición se tratase- al punto inicial. Y en cierta forma hay algo de verdad en esa sospecha de que es en el relato histórico donde se encuentran las claves para entender tan confuso y perturbador presente.
En este sentido el artículo de Lukyanov es aleccionador, pues vuelve a repetir las mismas omisiones que desde 1945 acompañan a todos los análisis y estudios sobre los periodos que han conformado la historia de los últimos 80 años. Y como era de esperar, comienza su análisis mencionando los acuerdos de Yalta. Lo hace presuponiendo que tanto Roosevelt como Churchill y Stalin eran tres individuos neutros -en el sentido de una visión objetiva de los hechos- cuya misión era recomponer un mundo hecho pedazos, en el que se corrigieran las anomalías que se habrían ido produciendo a lo largo del devenir histórico y cuya última referencia podría ser el derrumbe de los remanentes imperiales: Imperio Otomano, Imperio Habsburgo, Imperio Ruso.
Sin embargo, lo que estos tres individuos tenían en mente era la construcción de un nuevo mundo sin pasado, sin tradiciones, sin diversidad. Eran tres asesinos, tres chacales, que tras devorar el alma de las naciones y momificarlas, mostraron al mundo un cadáver sonriente, bien maquillado. En esta ocasión la guerra no purificó la podredumbre de un mundo que se quedaba sin quibla, pues los vencedores, los que firmaron los acuerdos de Yalta, conformaban el Eje del Mal y por lo tanto el nuevo orden que se estaba componiendo solo podía traer destrucción bajo la apariencia de una nueva y luminosa arquitectura -cemento, asfalto, rascacielos… colmenas; una arquitectura tan muerta como los individuos que la iban a poblar, como las naciones que habían sucumbido a los espejismos que proyectaba Occidente, que proyectaba el Eje del Mal. ¿Cómo, entonces, se sorprende Lukyanov que aquellos acuerdos, ratificados -de alguna manera- 30 años más tarde en los de Helsinki, no lograsen sostener un robusto, en apariencia, orden mundial surgido de la descomposición de 100 millones de muertos?
El mundo ha cambiado fundamentalmente y la dinámica actual hace improbable que se pueda alcanzar un acuerdo similar (al de Yalta).
Más que improbable, habría que decir que resulta imposible establecer acuerdos que puedan recomponer el viejo orden mundial, pues los actores son los mismos y el resto de las naciones se han ido sumando a uno u otro de los firmantes de Yalta. Tras 80 años de hegemonía, de poder absoluto, el Mal ha extendido sus ramas y sus raíces hasta alambrar Cielos y Tierra. Y ahora esos malvados, esos líderes del Mal, sus descendientes, vuelven a sentarse una y otra vez con el objetivo desesperado de salvar a un mundo que, de colapsar, les aplastaría también a ellos. Mas lo único que sale de esas reuniones alrededor de una larga mes en cuyo centro siempre hay un candelabro de siete brazos, es más destrucción, más corrupción, más degradación. Y ésta a modo de reflexión nos lleva a entender que para apuntalar este mundo nuestro de hoy que se tambalea, hacen falta nuevos actores.
Sin embargo, algo tendrá que cambiar en el actual estado de cosas, pues no vemos a ninguno de ellos sentado en la mesa de negociaciones discutiendo sobre los nuevos acuerdos que puedan propiciar un nuevo orden mundial basado en el Bien. Y no los veremos como protagonistas hasta que no se impongan por la fuerza de las armas. Han sido derrotados muchas veces a lo largo de la historia, mas solo como presagio de su próxima victoria.
