John Stuart Mill era más favorable al socialismo que David Ricardo y sus seguidores, aunque Mill en economía era generalmente ricardiano. En el prefacio de la tercera edición de sus Principios de economía política (1852), dice que el principal obstáculo para el socialismo es que la gente podría no estar todavía lo suficientemente civilizada para ponerlo en práctica. Cuando la gente alcance este estado superior, no está seguro de qué decidirán.
David Gordon para Mises Institute
Mill comenta en su libro:
El capítulo sobre la propiedad se ha reescrito casi por completo. Estaba lejos de pretender que la declaración que contenía las objeciones a los esquemas socialistas más conocidos se entendiera como una condena al socialismo, considerado como resultado último del progreso humano. La única objeción a la que se dará gran importancia en la presente edición será la falta de preparación de la humanidad en general y de las clases trabajadoras en particular; su extrema incapacidad en la actualidad para cualquier orden de cosas, lo que representaría una fuerte exigencia, por su parte, tanto intelectual como moral. Me parece que el objetivo de la mejora social debería ser preparar a la humanidad mediante la educación para una sociedad que combine la mayor libertad personal con esa justa distribución de los frutos del trabajo a la que las actuales leyes de propiedad no pretenden aspirar. Ya sea que, cuando se alcance este estado de educación mental y moral, la propiedad individual o propiedad comunitaria en los instrumentos de producción y en una división regulada del producto proporcionará las circunstancias más adecuadas y favorables para alcanzar la felicidad, y llevar a la naturaleza humana a su máxima perfección; una cuestión ésta que debe dejarse, con seguridad, a la gente de esa época para que la decida. Los del presente no son competentes para decidirlo.
Cuando Mill escribió sobre el socialismo, sin embargo, tenía principalmente en mente un sistema de cooperativas de trabajadores, aunque consideró otros arreglos, incluidos los sistemas comunistas en los que la gente también comparte partes iguales. También simpatiza con ellos, pero es crítico con una variedad de socialismo –una economía de planificación centralizada en la que los trabajos son asignados por un grupo de elite en la parte superior. Cree que esto es hostil a la libertad y este veredicto no cambia incluso si la gente puede votar de vez en cuando sobre la membresía de la élite. Continúa diciendo:
Supone un despotismo absoluto en los jefes de la asociación; lo que probablemente no mejoraría mucho si los depositarios del despotismo (contrariamente a las opiniones de los autores del sistema) fueran variados de vez en cuando según el resultado de un sondeo popular. Pero suponer que uno o unos pocos seres humanos, cualquiera que sea su selección, podrían, por cualquier mecanismo de agencia subordinada, estar capacitados para adaptar el trabajo de cada persona a su capacidad y proporcionar la remuneración de cada uno a sus méritos, para ser, de hecho, los dispensadores de justicia distributiva a todos los miembros de una comunidad; o que cualquier uso que pudieran hacer de este poder daría satisfacción general, o serían sometidos sin la ayuda de la fuerza, es una suposición casi demasiado quimérica para ser razonable. Una regla fija, como la de la igualdad, podría aceptarse, y también el azar o una necesidad externa; pero que un puñado de seres humanos pese a todos en la balanza, y dé más a uno y menos a otro según su exclusivo juicio, no sería soportado, a menos que la gente crea que son más que hombres, y los vean respaldados por terrores sobrenaturales.
Esto se parece mucho al argumento central de The Road to Serfdom (El Camino a la Servidumbre, de Friedrich Hayek); en el capítulo 7, Hayek escribe:
La mayoría de los planificadores que han considerado seriamente los aspectos prácticos de su tarea tienen pocas dudas de que una economía dirigida debe regirse por líneas más o menos dictatoriales. Que el complejo sistema de actividades interrelacionadas, si ha de ser dirigido conscientemente, debe ser dirigido por un solo estado mayor de expertos, y que la responsabilidad última debe estar en manos de un comandante en jefe cuyas acciones no deben ser encadenadas por procedimiento democrático, es una consecuencia demasiado obvia de las ideas generales de planificación central como para no obtener un asentimiento bastante general.
Hayek continúa diciendo que los partidarios de la planificación centralizada afirman que la coerción se limitaría a los aspectos económicos de la vida y que esto todavía deja un margen considerable para la libertad individual. Hayek lo niega.
La autoridad que dirige toda la actividad económica controlaría no meramente la parte de nuestras vidas que se ocupa de cosas inferiores; controlaría la asignación de los medios limitados para todos nuestros fines. Y quien controla toda la actividad económica controla los medios para todos nuestros fines y, por tanto, debe decidir cuáles deben satisfacerse y cuáles no.
La planificación central controlada por una élite conduce a una dictadura total, exactamente el argumento de Mill. Hayek conocía bien la percepción de Mill y cita parte del mismo pasaje que he destacado.
Desafortunadamente, Mill no es completamente fiel a su visión. Se aplica solo a las personas que han alcanzado un cierto nivel de civilización, no a los «salvajes». (Limita de la misma manera su defensa de la libertad de opinión en On Liberty.) Mill aclara esto, diciendo:
No es improbable que en algunos estados peculiares de la sociedad el plan funcione con ventaja. De hecho, existe un experimento exitoso, de un tipo algo similar, registrado, al que he aludido en alguna ocasión; el de los jesuitas en Paraguay. Una raza de salvajes, perteneciente a una porción de la humanidad más reacia al esfuerzo consecutivo por un objeto distante que cualquier otra auténticamente conocida por nosotros, fue puesta bajo el dominio mental de hombres civilizados e instruidos que estaban unidos entre sí por un sistema de comunidad de bienes. A la autoridad absoluta de estos hombres se sometieron con reverencia, y fueron inducidos por ellos a aprender las artes de la vida civilizada y a practicar labores para la comunidad, que ningún incentivo que se les hubiera ofrecido habría prevalecido para practicar por sí mismos.
Mill fue durante gran parte de su vida adulta un alto funcionario de la East India Company y un ardiente imperialista. La libertad no era para las «razas inferiores carentes de ley», como Kipling denominó más tarde a los pueblos dominados. Pero a pesar de sus muchas limitaciones, inolvidablemente destacadas por Murray Rothbard, merece elogios por reconocer que la planificación centralizada dirigida por una elite pondría fin a la libertad individual.
SONDAS: El dilema, generalmente expresado en la antagónica ecuación socialismo-capitalismo, para elegir un gobierno, una economía, una forma social de convivencia, adolece de la misma dificultad que encontramos a la hora de elegir entre predestinación y libre albedrío. Una elección imposible de llevarse a cabo, ya que la subjetividad humana no tiene los elementos necesarios como para tomar este tipo de decisiones.
Cuando pensamos en abstracto y dibujamos esquemas en el aire, podemos tener la sensación de que el dilema capitalismo-socialismo es una disyuntiva fácil de resolver. Mas cuando ponemos en práctica cualquiera de estas dos opciones, el resultado es muy diferente y siempre acaba en revolución, golpe de estado, o en cualquier otro escenario que dé por terminada la experiencia –la caída de las monarquías, la caída de la Unión Soviética, de la China de Mao… Y una constante puesta en tela de juicio del capitalismo en todas sus formas. El dilema, pues, la diatriba, continúa.
Y ello, porque la ecuación real no es socialismo-capitalismo, sino Ajirah (vida post-mortem)-negación de Ajirah (cuya fase final acaba siempre en algún tipo de nihilismo).
Si sabemos que nuestra estancia en la sala de espera de una estación de tren es momentánea, unos cuantos minutos, no se nos ocurrirá pintarla, limpiar bien los baños, cambiar la tapicería de los asientos… ya que nuestro objetivo es coger el próximo tren, que llegará en breve. Mas si albergamos la sospecha de que esa sala de espera se va a convertir en nuestro espacio vital hasta que muramos, entonces sí que nos preocupará su estado –incluso, intentaremos crear una especie de palacio.
Si nuestra visión existencial se corresponde con la primera opción, entonces no le pediremos a ningún sistema político-socio-económico la perfección a la que apuntaba Stuart Mill (concepto éste incongruente si tenemos en cuenta las condiciones de vida en este mundo). Antes bien, nos adecuaremos al sistema divino, en el que todo es gratuito, regalado, y no necesita de la tecnología asociada al fuego (electricidad, ordenadores, móviles…). Nos serviremos de barcos de vela, de animales de carga, de carretas… cogeremos agua de los pozos y de los ríos… Nos levantaremos al alba y nos acostaremos cuando la noche se haya hecho cerrada… Y adoraremos a nuestro Señor y Creador, agradeciéndole todas estas bendiciones. Se respetará la propiedad privada, pero habrá hermandad entre los miembros de una comunidad dada. Habrá gobierno (que garantice las decisiones de la comunidad), pero no habrá estado, pues no habrá legisladores, y las comunidades seguirán la ley del Creador escrita y registrada en los libros revelados a los hombres a través de Sus profetas.
Mas si la opción elegida es la segunda, entonces no podremos deshacernos de los conflictos, no podremos evitar el cambio constante de sistemas, de gobiernos, de leyes… No podremos evitar las guerras, las tiranías.
Este es el verdadero dilema por resolver, los factores de la ecuación existencial, y cada uno de ellos nos lleva a un escenario diferente. La elección es nuestra.