La muerte del príncipe Felipe ha sido la excusa perfecta para que la élite mundial nos recuerde a los demás nuestro lugar en el mundo.

Lisa McKenzie para RT

La bien ensayada reacción a la muerte del duque de Edimburgo ha sido un hábil ejercicio de propaganda de la elite y un deprimente recordatorio de que la naturaleza jerárquica de nuestra sociedad da como resultado una profunda desigualdad en todo el mundo.

Si sacamos de la ecuación la muerte de un anciano, esposo, padre, abuelo y bisabuelo, está claro que la última carpa de circo real que se instaló en la ciudad, la muerte del consorte de la reina, se ha convertido probablemente en la más grande y la mejor organizada pieza de propaganda que la elite británica, apoyada por un elenco de élites globales, ha logrado.

No me interesa demasiado el duque de Edimburgo. De hecho, no me interesa en absoluto. Rara vez le he dedicado un pensamiento a lo largo de mi vida, incluso cuando dijo las cosas más extravagantes y ofensivas que se pueden decir.

Esta cuidada reliquia de otra época, que formaba parte de una dinastía sombría, no tenía ni idea de la vida que llevaban los plebeyos.

Pero cada vez más y de manera más alarmante, me he dado cuenta de que estaba equivocada al descartar sus payasadas y las de la realeza en general como otro nivel más de chismes de celebridades, cuando en realidad la institución de la familia real británica todavía ejerce un enorme poder, tanto en el Reino Unido como a nivel mundial.

En los tiempos modernos, esa influencia se ha oscurecido en su mayor parte con la opinión común de que el papel de la familia real en el mundo se limita a la pompa y decoración, más que al poder político real.

Sin embargo, el poder que de facto ejerce ha sido evidente en los días posteriores a la muerte del duque de Edimburgo. Comenzó con lo que fue esencialmente el cierre de la BBC. En todos sus canales de televisión y estaciones de radio locales y nacionales, la empresa de radiodifusión nacional británica canceló toda su programación.

En cambio, nos obsequiaron con presentadores vestidos de negro que hablaban de los acontecimientos que habían rodeado la muerte del duque, intercalados con lo más destacado de su vida. Clips y cabezas parlantes pregrabadas informaban sobre cada punto culminante de sus 99 años. La narrativa estuvo bien ensayada: el duque era un refugiado, dejó Grecia en una caja naranja, fue abandonado por sus padres, usó sus increíbles habilidades de liderazgo para superar sus primeras dificultades familiares mientras estaba en Gordonstoun, una escuela de elite para niños, y luego se convirtió en un héroe luchando contra los nazis en la II guerra mundial.

Se transformó en el feminista definitivo cuando se casó con la entonces princesa Isabel, convirtiéndose en el hombre de familia perfecto que apoyaba a la reina y a la familia real desinteresadamente. Más tarde, se convirtió en un entusiasta ambientalista.

Esta narrativa encubre perfectamente las grietas de un sistema de clases británico que reproduce ventajas injustas para algunos y desventajas igualmente injustas para otros, y desciende en cascada de la familia real.

Este sistema de profunda desigualdad, que es aceptado globalmente sin mayores críticas o comentarios, ha sido un modelo para que las sociedades jerárquicas prosperen, todo ello justificado por la ilusión de la democracia.

El poder directo y brutal que hemos visto en el pasado ha sido reemplazado por un poder que tiene mucho más éxito: el poder simbólico o la ilusión de que hay seres humanos, individuos, grupos y familias que son innatamente superiores. Este truco de prestidigitador asegura que siempre habrá estratos de elites cuyo poder, riqueza y excepcionalidad a las reglas y leyes, con las que el resto de nosotros tenemos que vivir, es legítimo.

Y esto no es solo aquí en el Reino Unido. La reacción a la muerte del príncipe Felipe de las elites de todo el mundo ha confirmado que las estructuras que producen y reproducen estos estratos están reconocidas y conectadas a nivel mundial.

Los jefes de estado de la mayoría de los países se han sumado a la narrativa del «duque extraordinario», como alguien que era casi un superhombre y, sin embargo, reconocible a nivel humano (nada de lo cual parece ser cierto).

Políticos de todos los colores y tendencias se han alineado para cimentar y legitimar la narrativa. Líderes empresariales, jefes de organizaciones benéficas, organizaciones sindicales y miembros de la súper elite, como los ex presidentes de Estados Unidos Obama y Bush, enviaron extensos elogios, unidos en su mensaje de que ‘todos los animales son iguales, pero algunos animales son más iguales que otros’.

Esta narrativa luego se filtró cínicamente en las calles de Gran Bretaña, con vallas publicitarias electrónicas, por ejemplo, que mostraban la imagen del duque. Fue la demostración perfecta de cómo la elite mundial usa la propaganda y el poder simbólico para mantener su legitimidad, y los expone a aquellos de nosotros que echamos un ojo crítico a la sociedad como nunca antes.

Pero independientemente de cuán hábil y bien preparado estuviera todo, la propaganda de la élite no pasó a través del público británico con tanta fluidez como quizás podría haberse esperado. Hasta ahora, la BBC ha recibido un récord de 110.000 quejas sobre la cancelación de su programación habitual y la cobertura de pared a pared de la muerte de un hombre de 99 años.

¿Fue este un gran paso en falso? No lo creo. Esta es la buena propaganda estatal. Las quejas sobre la cobertura no impidieron que el gobierno recordara al Parlamento un día antes que era obligatorio rendir homenaje al duque de Edimburgo. Político tras político en todos los lados de la casa esperaron su turno para repetir la narrativa nacional e internacional, justificando por qué hay personas en el mundo a las que llamamos elites globales, para quienes las reglas establecidas para todos los demás no se aplican.

SONDAS: El problema de los reyes, su inaccesibilidad, sus privilegios… se revelan de forma más patente e inaceptable cuando no gobiernan, cuando son un lastre social y económico del que sacan buen partido las elites de cada sociedad.

Los reyes que gobernaban, que ejercían como tales, eran los primeros en caer en los campos de batalla. Llevaban, por lo general, una vida austera de soldados, una vida disciplinada que se extendía a toda la sociedad. Sin embargo, había en todas las monarquías un elemento perturbador que las erosionaba y convertía en instituciones tiránicas y caprichosas, instituciones odiosas para la gente, opresoras y déspotas –su carácter hereditario. Algo contra lo que el profeta Muhammad advirtió a los musulmanes. Les instó a que no hicieran del poder una institución hereditaria, pues esa es la puerta por la que entran todos los males.

Pero las monarquías de todo tipo se apresuran a justificar su enorme poder haciéndolo descender del Cielo, para un tiempo después abrazar una concepción existencial pagana, atea de facto y sin transcendencia. De esta forma, el poder real de carácter divino, pasa a ser una mera cuestión hereditaria. El rey, ahora, tiene poder, privilegios, legisla… no porque sea el representante del poder divino en la Tierra, sino porque es hijo de tal o cual rey o reina. Una genealogía que se extiende a los tiempos míticos, unos tiempos en los que se mezcla la religión con el chamanismo, los designios divinos con la magia, la honorabilidad con la piratería.

La casa real británica, en este sentido, es proverbial. En el nombre del rey o de la reina se han masacrado pueblos, destruido culturas, eliminado lenguas… ¿Quién osaría tocar esta institución en el nombre de la cual se han perpetrado todos estos crímenes? Ningún hombre tiene el derecho de matar a otro hombre, de robarle sus bienes, de violar a sus mujeres… Solo un rey o una reina pueden hacerlo, pues están por encima del bien y del mal, están ungidos por la divinidad, por la herencia, por la sangre mítica, legendaria… Son de otra estirpe y es un honor haber sido invadidos por sus ejércitos.

El profeta Muhammad elimina todas esas fantasías y deja claro que es la gente, guiada por sus mejores hombres, quien debe elegir a su rey, a su Califa, a su Sultán… acorde a sus capacidades, a su temor a la Ley del Creador, a sus cualidades, y no a su genealogía o al mero escrutinio de votos. No es la cantidad, sino la calidad, el análisis, la reflexión, lo que debe guiar y predominar en la elección del “jefe”, del dirigente.

Hoy vemos un mundo gobernado por payasos, elegidos por pueblos ignorantes, engañados con demagógicos discursos y una hábil propaganda de los medios. Mas ¿quién ha permitido que ocurra esto, que lleguemos a esta intolerable situación, que cierren nuestros negocios, que nos obliguen a llevar mascarilla, a confinarnos, a encarcelarnos, a inyectarnos sustancias que llaman vacunas y que matan? Somos nosotros quienes lo hemos permitido y defendido, para librarnos de toda responsabilidad, para tener tiempo y divertirnos en la fiesta gitana, en los aquelarres, en la cultura de los yins, de los genios, de los demonios. Esa era nuestra normalidad permitida. Ahora vemos a dónde nos ha llevado esa normalidad, a dónde nos ha llevado soltar las cuerdas de la responsabilidad, de tomar decisiones, de elegir.

Era la BBC la que nos proyectaba el mundo tal y como lo debíamos ver y entender. Un mundo de pompa y de lujo sostenido por esclavos felices y contentos.