
Fred Schwaller para Science News
El cerebro humano es el integrador de información más complejo conocido en el universo. Con 86 mil millones de neuronas y 100 billones de conexiones entre ellas, el cerebro nos brinda nuestras ricas experiencias subjetivas y nuestra capacidad de libre albedrío: nuestra consciencia.
A pesar de ser un fenómeno humano universal, la conciencia es muy difícil de describir y los científicos aún debaten cómo surge. En su libro “Así pues, yo soy el mundo” (Then I Am Myself the World), el neurocientífico Christof Koch ofrece la última entrada a la larga lista de libros que intentan desmitificar los orígenes de nuestra vida interior. Si bien el tema puede ser desconcertante, el hábil uso que hace Koch de analogías y anécdotas entretenidas, junto con su propia experiencia cercana a la muerte y sus viajes con drogas psicodélicas, hacen que el libro sea una lectura convincente y sorprendentemente ligera.
Koch cuestiona algunas concepciones comunes de la consciencia. Consideremos la idea de que el cerebro es como un ordenador, en el que la consciencia es un software programado en el hardware de nuestras neuronas. Este concepto, escribe, domina tanto la industria tecnológica como las películas, donde los humanos son similares a robots conscientes de sí mismos como Raquel en la película de ciencia ficción “Blade Runner”. Reducir la consciencia a una función, en la que una persona es una “máquina de Turing hecha carne… un robot inconsciente de su programación”, deja frío a Koch.
En lugar de software y hardware separados, sostiene, el cerebro es la estructura de la consciencia. Koch se basa en la teoría de la información integrada, o TII, un modelo de conciencia propuesto por primera vez por el neurocientífico Giulio Tononi a principios de la década de 2000. La alucinante teoría sugiere que la consciencia es el acto del sistema de neuronas del cerebro que fusiona información sensorial, emocional y cognitiva.
La clave para entender la TII es la idea de “poder causal”. Debido a que las redes de neuronas integran información, su actividad electroquímica puede influir en las experiencias conscientes. Y la consciencia, a su vez, puede afectar las redes cerebrales porque lo que sentimos o recordamos impacta estas redes en tiempo real (por ejemplo, tener hambre puede influir en las regiones del cerebro que procesan el estado de ánimo para hacernos sentir «hambre»).
Debido a que el TII sugiere que la consciencia surge de la integración de información, Koch sostiene que la experiencia no se limita al cerebro humano y está presente en otros animales. Pero la interconectividad de las neuronas determina la fuerza del poder causal y, por tanto, el nivel de consciencia del organismo. “Por ejemplo, mi perro. No tiene una noción bien desarrollada de sí mismo. No le preocupa lo que sucederá el próximo fin de semana. Pero tiene estados de dolor y alegría”, por lo que es ciertamente consciente, me dijo Koch en una entrevista. A medida que los cerebros se vuelven más complejos, la cantidad de información integrada aumenta enormemente. Así que los humanos, cuyas redes cerebrales tienen uno de los niveles más altos de interconectividad conocidos, tienen una consciencia más amplia que un perro, dice.
Una conclusión provocativa es que cualquier sistema que integre información (incluido un ordenador) tiene el potencial de ser consciente. El mecanismo mismo de integración de la información es la experiencia, explica Koch. De modo que se puede medir la consciencia de un sistema midiendo la cantidad de información integrada en su interior.
Recientemente, Koch hizo precisamente eso: calcular la consciencia de los algoritmos de IA. La IA generativa ChatGPT, afirma, tiene “un poquito, un poquito, un poquito de consciencia”, pero experimenta el mundo como algo mucho menos que un gusano con sólo 300 neuronas.
A medida que una IA aprende más información y realiza tareas más complejas, se vuelve cada vez más sofisticada. Pero no puede alcanzar ni siquiera simular la consciencia a nivel humano, afirma Koch. Piénsalo de esta manera: puedes simular un agujero negro en una computadora, pero eso no significa que vas a ser absorbido por un agujero negro real. Si simulas un cerebro humano en un sistema de inteligencia artificial, no será consciente: es un deepfake, dice.
El hardware subyacente explica por qué. La red de transistores de un ordenador, que regula el flujo de señales eléctricas dentro de la máquina, no tiene el poder causal necesario para generar consciencia a nivel humano, dice Koch. Cada transistor se conecta sólo a un puñado de otros transistores, mientras que una neurona puede interactuar con miles de otras.

SONDAS: Una y otra vez nos vemos obligados a enfrentarnos a una incuestionable y devastadora realidad -los científicos son las criaturas menos aptas para entender el sistema funcional de la existencia. Han quedado atrapados en sus propias formulaciones; aferrados a unas premisas falsas y disparatadas -evolución, Big Bang, viajes intergalácticos, vida inteligente en algún lugar del espacio… Las arañas tienen mucho cuidado, cuando tejen sus redes, en no quedar ellas mismas aprisionadas en las trampas que han preparado para otras especies animales. Los científicos, en cambio, no han tomado estas precauciones y se debaten ahora contra los pegajosos hilos que ellos mismos han ido tejiendo a lo largo de los últimos siglos. Ya nadie se cree los principios básicos de su ciencia, pero deben defenderlos contra viento y marea si quieren formar parte del Club Académico de los Idiotas -un club que ha ido seleccionando a las mentes más raquíticas e ilógicas de cada generación. ¿El resultado? Ahí está, por ejemplo, este libro de Christof Koch.
No deja de ser interesante y al mismo tiempo anómalo, que después de mil años de pensamiento, de filosofía, de “ciencia”… sea ahora cuando estos científicos se planteen qué demonios es eso de la consciencia. Y ello porque este concepto básico, fundamental, imprescindible ha estado ausente del pensamiento europeo -cogito ergo sum. Todo empezaba y todo acababa en un proceso pensante cuyo origen y funcionamiento, en realidad, les resultaba y les resulta tan misterioso como el de la consciencia. Sin embargo, no podían dejar ese cabo suelto, pues en tanto que dioses, están obligados a explicar cualquier fenómeno, cualquier elemento existente en el Universo. Mas no podrán entender, ni por lo tanto explicar, qué sea la consciencia, pues ellos mismos están atrapados en una red de interconexiones falsas -piensan, pero no reflexionan. El primer error, el más grave, consiste en otorgar al cerebro una función productora, en vez de receptora, y ello a pesar de que hace ya muchas décadas que toman a los ordenadores como el mejor símil para aproximarse al cerebro humano. Y bien, reflexionemos a partir de este mismo símil.
Ya tenemos un ordenador encima de la mesa. Lo hemos abierto y no pasa nada. ¿Podrá esta máquina producir programas? Obviamente, no. Todos los programas que necesitamos vendrán de fuera. Se habrán hecho en un estudio de producción. A continuación, se habrán codificado e introducido en un CD o flash de memoria. Ahora ya podemos introducir cualquiera de estos dispositivos en nuestro ordenador y empezar a trabajar con los programas que necesitamos.
Hay, pues, un aparato capaz de decodificar el input que le llega de fuera. Tenemos también un estudio de producción en el que un grupo de especialistas desarrolla todo tipo de software. Y, por último, estamos nosotros, los usuarios, que vamos a interconectar los programas con el ordenador para desarrollar diferentes proyectos -de diseño, de ingeniería, de arquitectura… de contabilidad. Y todo ello sin olvidar que alguien -una empresa, un equipo de ingenieros- ha diseñado y fabricado el ordenador en cuestión. No se originó de sí mismo, pues en realidad su propia constitución -trozos de plástico, silicona, metales- sería incapaz de producir un objeto con las complejísimas funciones que realiza un ordenador.
Y este mismo sistema lo hemos estado utilizando desde hace milenios, aunque fuese fuera de la informática. En la antigua China había en los “ayuntamientos” de cada localidad una sala con miles de casillas de madera, algunas vacías, aunque la mayoría albergaban piedrecitas de diferentes formas y colores, dependiendo del significado que se hubiera dado a cada una de ellas y que, en principio, solo el funcionario encargado de esa sala conocía. Unas de estas piedrecitas indicaban los miembros de una familia o el número de cabezas de ganado que poseía, o si tenían propiedades. También marcaban los difuntos de esa misma familia u otro tipo de información que se considerase importante. Se trataba del mismo sistema que hoy llevan a cabo los ordenadores, y ello porque no podemos salirnos del sistema general, del sistema divino, del que no somos, sino un reflejo, su sombra -si desaparece el objeto, desaparece la sombra. La sombra existe únicamente como proyección del objeto.
Por lo tanto, vemos que este símil es el correcto, aunque todavía necesitamos de un elemento indispensable para que este patrón, este sistema funcione -la vida. Tanto el ordenador como el flash de memoria, los especialistas y los usuarios, deben estar vivos, tener vida, energía, fuerza… Éste es el papel que juega en el caso de todos estos dispositivos la electricidad. Sin embargo, esta corriente vital no forma parte del ordenador, sino que viene de fuera. Una compañía especializada será la responsable de que esa fuerza eléctrica llegue a cada hogar, a cada local, a cada fábrica… de forma que estos dispositivos cobren vida y puedan realizar las funciones para las que han sido fabricados. Ya tenemos, pues, el patrón completo. Superpongámoslo sobre el todo y más tarde sobre las partes que lo componen.
En un principio el Universo era un espacio inerte, sin vida, pero albergaba en su seno todos los componentes necesarios para que un tiempo después le llegase la energía, la energía vital, la vida. Había sido diseñado por un agente externo y más tarde producido por sus “especialistas”. Se trataba de un collage gigantesco en el que había piezas que irían cobrando vida, recibiendo esa “electricidad”; y otras, inertes, que servirían de soporte para las piezas vivas. Ahora había que introducir en esos “ordenadores” -plantas y animales- los programas específicos para cada especie y para cada individuo a través de un sistema de información codificada, el ADN.
Hasta ahora ningún elemento de los que componen este Universo contiene inteligencia ni consciencia. Es un Universo robotizado y, por lo tanto, sin sentido, sin una finalidad que lo justifique. Por lo tanto, hacía falta que surgiera una entidad consciente, un usuario capaz de utilizar su ordenador y los programas que se habían introducido en él -el hombre. Se trata de una criatura que comparte con el resto de la creación, de las entidades vivas, buena parte de sus características -se mueve, respira, se reproduce, se relaciona con el mundo exterior; exactamente igual que hacen los elefantes, los hongos o los abetos.
Sin embargo, algo transcendental separa al hombre de estas otras entidades vivas. Plantas y animales son ordenadores en los que se ha introducido un programa específico, pero no hay un usuario que los utilice. Vemos en el mundo vegetal y animal una irradiación, algo que desde nuestra perspectiva humana interpretamos como inteligencia y consciencia. Sin embargo, estas características tienen su origen en el Diseñador y en los Especialistas que han originado todas las especies vivas. No podía ser de otra forma -el que está vivo, vivifica; el inteligente emana inteligencia; el consciente desparrama consciencia por toda su creación.
Seguimos con un Universo robotizado, con millones de entidades vivas programadas. Mas la propia dinámica creadora exigía que hubiera una entidad consciente y que ello le permitiera conectarse a la órbita divina, más allá de toda contingencia existencial, material, perecedera.
Mas esta entidad -el hombre- en su aspecto de criatura viva sigue siendo un robot, una máquina que funciona a través de un programa específico que irá desarrollando sin posible elección hasta que la muerte le catapulte a otra fase existencial. Sin embargo, a lo largo de su vida en este mundo esta entidad irá ampliando su campo de consciencia hasta entender la finalidad de este Universo y de su propia condición. Los programas que recibirá, su destino completo, desde la gestación hasta la muerte, han sido diseñados y generados en el estudio de producción y será su cerebro -su procesador- quien los decodifique y envíe toda esa información a los órganos de su cuerpo y de su cognición; un cerebro, pues, receptor y no productor.
Mas ya hemos dicho que en el caso del hombre sí hay un usuario -la Nafs, esta vez poseedora del Fuad, el dispositivo inmaterial no observable ni computable que interconectará las capacidades cognitivas con la consciencia, produciendo reflexión.
No hemos creado el Cielo y la Tierra ni lo que entre ambos hay en vano. Eso es lo que piensan los encubridores. (Corán, sura 38, aleya 27)
