¿Y si la infección fuéramos nosotros?

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Javier Sierra para La Razón

Lo panspérmico nos obliga a revisar nuestra situación en la cadena de la vida y nos recuerda que habitamos en una galaxia que tiene seis mil millones de planetas «tipo Tierra» con capacidad para albergar la «infección de la vida».

Pronto se cumplirá un año de una noticia que pasó desapercibida en Occidente pero que, de aceptar ciertas interpretaciones, podría haber marcado el inicio de la crisis sanitaria global en la que nos encontramos. Sobre la medianoche del pasado 11 de octubre un extraordinario fogonazo iluminó los cielos de la ciudad de Songyuan, a unos dos mil kilómetros al noreste de Wuhan. El fulgor fue tan intenso que las cámaras de tráfico lo recogieron y sus grabaciones se emitieron al día siguiente en los principales telediarios de China. Lo que para la opinión pública apenas fue una anécdota informativa más, para expertos de medio mundo fue una señal de alarma. Solo nueve años antes, un «intruso» similar había roto los cielos de Cheliabinsk, en Rusia, estallando a 20.000 metros del suelo y liberando una energía superior a treinta veces la bomba de Hiroshima.

El meteorito de Songyuan no causó heridos ni destrozos materiales como el ruso, pero llamó la atención de un célebre astrofísico británico, el Dr. Chandra Wickramasinghe (La verdad es que suena muy británico), que intuyó en él un peligro mayor que el de un impacto. En noviembre se dirigió a la revista The Lancet advirtiendo que ese cuerpo podría ser portador de patógenos que provocaran una pandemia vírica en la región. Y aunque nadie le prestó atención y la publicación ignoró su carta, es historia que el 31 de diciembre las autoridades de Wuhan daban la alarma por la presencia de un nuevo tipo de coronavirus.

No era la primera vez que el doctor Wickramasinghe advertía de algo así. Discípulo del astrónomo británico Fred Hoyle –el hombre que acuñó el término Big Bang para burlarse de la teoría científica más popular hoy para entender el origen del Universo –este sabio de 81 años lleva toda su vida defendiendo una idea que está en los límites de nuestro saber: que la vida es un fenómeno común, vulgar, en la galaxia y que ésta se mueve de mundo en mundo de forma parecida a cómo lo hacen los granos de polen o los espermatozoides antes de fecundar flores u óvulos. Llama a ese proceso panspermia. Según él, nuestro planeta fue «infectado» de vida hace cuatro mil millones de años, cuando la Tierra aún estaba formándose. Meteoritos y cometas nos trajeron no solo el agua de los océanos sino también los primeros virus y bacterias conocidos. Y lo que es más: no han dejado de hacerlo desde entonces, «reinfectándonos» cada cierto tiempo.

Para Wickramasinghe la influencia de esos patógenos, está detrás de muchas pandemias históricas: desde la mal llamada «gripe española» de 1918, a la del virus del zika, o ahora también del Sars-COV-2 que ha desencadenado la covid 19.

Por supuesto, una lluvia de críticas ha caído sobre él. Lo acusan de desconocer los rudimentos de la virología, pero suele omitirse que Wickramasinghe además de astrofísico es astrobiologo y que sus trabajos se han publicado en revistas científicas de gran nivel. La prensa –también la española– ha tachado su planteamiento panspérmico de «descabellado» y «peregrino», argumentando que no hay pruebas de que virus o bacterias de ninguna clase puedan sobrevivir en el espacio durante largos periodos de tiempo. Pero eso es falso. Ya en 1969 se organizó un buen lío cuando la misión Apolo 12 alunizó a unos 160 metros de una nave anterior, la Surveyor 3, y se recuperó de su estructura una cámara que resultó estar infectada por bacterias del tipo Streptococcus Mitis. Habían sobrevivido allí, accidentalmente, a tres años de exposición a la radiación cósmica, a la falta de agua o nutrientes y a temperaturas de 250 grados bajo cero. Era una bacteria terrestre, por supuesto, aunque su resistencia abría todo un mundo de posibilidades. La NASA ha tratado varias veces de minimizar este asunto; sin embargo, en fechas recientes hemos sabido que Japón condujo un experimento en la Estación Espacial Internacional (ISS) en el que dejó expuestas al vacío cósmico, entre 2014 y 2018, varias colonias de la bacteria Deinococus Radiodurans… y que todas ellas sobrevivieron sin mayores problemas.

Nada de esto –argumentan los críticos– demuestra que un virus venido en un meteorito pueda haber impulsado la mutación del patógeno de la covid 19. «El virus es perfectamente terrestre», insisten. Pero incluso ahí su réplica es endeble: de ser cierta la teoría de la panspermia, resultaría muy difícil discernir entre un virus terrestre y otro alienígena dado que ambos tendrían el mismo origen estelar.

El debate panspérmico lleva años fascinándome. Ha inspirado incluso mi última novela, El mensaje de Pandora, donde Wickramasinghe ocupa un papel clave. Y es que, de algún modo nos obliga a revisar nuestra situación en la cadena de la vida, nos hace más pequeños, más humildes, y nos recuerda que habitamos –según un reciente estudio de la Universidad de British Columbia– en una galaxia que tiene seis mil millones de planetas «tipo Tierra» con capacidad para albergar la «infección de la vida». No caigamos, pues, en el error que cometió la Academia de Ciencias francesa en el siglo XVII cuando, al abordar el problema de los meteoritos, sentenció solemne que «como en el cielo no hay piedras, del cielo no pueden caer piedras».

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SONDAS: La Academia de Ciencias Francesa del siglo XVII no estaba tan lejos de la realidad como piensa Javier Sierra. Es cierto que no elaboró su argumento de forma adecuada –en los cielos si hay piedras, pero no pueden “caer” al cielo de dunia, al cielo de nuestro mundo, pues éste está separado del siguiente por una “capa” de gran dureza, invisible, pero efectiva, que no permite que nada salga de este cielo ni nada penetre en él, pero el resultado final es el mismo –nada cae a nuestro cielo (ver Apéndices B y F).

Estamos acostumbrados a hacer nuestras las teorías de los astrofísicos y a tomar sus datos como si hubieran sido comprobados empíricamente. Aceptamos presupuestos y aseveraciones que no podemos comprobar y que, por lo tanto, son actos de fe que nos exige la religión “científica” –una religión humana, demasiado humana.

Se nos informa de fenómenos ocurridos en lejanos parajes de Rusia o de China o, a veces, de Australia (siempre ocurre en estos lugares), a través de los medios de comunicación, que tampoco han estado allí ni han sido testigos de esos espectaculares fenómenos.

Se nos habla de meteoritos que han explotado en la estratosfera, generando una energía igual a la que podrían generar 30 bombas atómicas como la de Hiroshima (no debemos desaprovechar la más mínima ocasión para recordar al mundo el genocidio perpetrado por Norteamérica, pues no solamente se lanzó una bomba atómica en Hiroshima, sino también en Nagasaki, y después, cuando ya Japón se había rendido incondicionalmente, se bombardeó Tokio con napalm –80.000 muertos más. Ningún país ha utilizado armas de destrucción masiva contra poblaciones humanas, excepto Estados Unidos). Y todo se queda en datos inverificables que, periódicamente, aparecen en los medios de comunicación con el objetivo de mantener vivo en la memoria de la gente el fenómeno de los meteoritos con el que se pueden explicar, puerilmente, muchos acontecimientos perturbadores para la “ciencia”, como la desaparición de los dinosaurios.

Otro dato arbitrario que presenta el autor del artículo es de que haya 6.000 planetas en nuestra galaxia con las mismas condiciones que la Tierra para albergar vida. Todavía no se ha encontrado uno solo. Especulaciones aparte, no hay el menor indicio de que haya vida en ningún otro cuerpo celeste. El último presumible hallazgo es el de un gas “fétido” en Venus –quizás sirva este dato a la hora de confeccionar los futuros trajes de los astronautas.

Sin embargo, el verdadero problema de la teoría de la panspermia, como, por otra parte, el de todas las teorías astrofísicas, es obviar el origen, pues sin el origen no podemos comprender el funcionamiento de la creación, de este universo.

Carece de importancia de dónde vengan esos virus y bacterias, lo realmente importante es saber cómo se originaron, pues el problema del origen persiste en la teoría de la panspermia. ¿Cómo de la materia inerte, muerta, sin vida, ha surgido la vida?

Los virus son posteriores, pues sin las células no pueden sobrevivir, las necesitan para desarrollar su metabolismo; son enlaces, transbordadores que trasvasan información de unas células a otras (y, por lo tanto, no siempre son negativos). Mas no podrían viajar muy lejos si no fueran acompañados de células con las que desarrollar una simbiosis. No obstante, en cuanto que entidades con cierta actividad vital, también su inicio a la existencia exige una explicación.

¿Cuál es el origen de las bacterias, de las células procariotas (ver Apéndice A)? Todos sus elementos están muertos –los ribosomas, las mitocondrias, el ADN… ¿De dónde, pues, surge la vida, el impulso vital que convierte todos esos elementos inertes en una entidad viva independiente? ¿Cuál de todos estos elementos inertes ha decidido que se deba fabricar la proteína específica para esa célula? ¿A quién le importa?

Aquí tenemos dos puntos esenciales para comprender por qué es imposible que la vida se haya originado a través de un proceso panspérmico.

El primer punto es que una bacteria es un organismo microscópico unicelular y, por lo tanto, es la primera entidad viva independiente, cuya existencia forma parte de un programa global existencial, de unos objetivos a cumplir de los que esta célula procariota es un elemento esencial. Sus funciones son tales y tan complejas que no podemos suponer que se haya constituido al azar o a través de fenómenos atmosféricos. El experimento Urey-Miller de 1952. Harold Urey intentó calcular los componentes químicos de la atmósfera de la Tierra primitiva. Basó sus cálculos en la (entonces) ampliamente aceptada opinión de que la atmósfera primitiva tenía que ser reductora, y concluyó que los componentes principales debieron ser metano (CH4), amoníaco (NH3), hidrógeno (H2) y agua (H2O). Sugirió a su alumno, Stanley Miller, que hiciera un experimento intentando sintetizar compuestos orgánicos en esa atmósfera.

Miller llevó a cabo un experimento en 1953 en el que hizo pasar una descarga eléctrica de 60.000 voltios de potencia a través de un matraz que contenía los gases identificados por Urey, junto con agua. Miller descubrió que, después de una semana, se había consumido la mayor parte del amoníaco y gran parte del metano. Los principales productos gaseosos eran ahora monóxido de carbono (CO) y nitrógeno (N2). Además, hubo una acumulación de material oscuro en el agua. Algunos de los componentes específicos de ese material no pudieron identificarse, pero estaba claro que incluía una amplia gama de polímeros orgánicos. El análisis de la solución acuosa mostró que también se habían sintetizado:

  • 25 aminoácidos (principalmente glicina, alanina y ácido aspártico)
  • Varios ácidos grasos
  • Hidroxiácidos
  • Productos de amida.

El experimento Miller-Urey fue inmediatamente reconocido como un importante avance en el estudio del origen de la vida. Fue recibido como confirmación de que varias de las moléculas clave en la producción de vida podrían haberse sintetizado en la Tierra primitiva en el tipo de condiciones previstas por Oparin y Haldane. Estas moléculas podrían haber sido capaces de participar en procesos químicos ‘prebióticos’, que condujesen al origen de la vida.

Desde el experimento de Miller-Urey se ha dedicado un gran esfuerzo a la investigación de la química prebiótica. No obstante, se ha hecho evidente que la organización de moléculas simples en ensamblajes capaces de reproducirse y evolucionar es una tarea mucho mayor de lo que se creyó durante la euforia que siguió al experimento. Además, la visión de que la atmósfera primitiva era altamente reductora se desafió hacia finales del siglo XX, y ya no es la opinión consensuada (ver Apéndice L-I).

Utilizando descargas eléctricas sobre una masa de gases determinados quizás se puedan producir aminoácidos y ácidos grasos, pero nunca se producirá una célula, pues las células son entidades vivas, mientras que esas moléculas son entidades muertas. ¿Cómo una mente inteligente y racional puede aceptar que la vida, tal y como la conocemos en la Tierra, una vida inteligente e investida de consciencia, se pudo originar y desarrollar en sus millones de formas, características y funciones a partir de unos cuantos virus y unas cuantas células?

El segundo punto nos alerta de que ninguno de nosotros, ningún humano, estuvo allí cuando se originó la existencia, el universo, nuestro mundo. Y tampoco nadie estuvo allí cuando surgió la vida de la materia inerte y, por lo tanto, lo único que podemos hacer es elucubrar sobre cómo fueron esos dos orígenes. Mas la elucubración nada tiene que ver con la Verdad.

No podemos saber lo que ocurrió ni cómo ocurrió pues los mecanismos de la creación se accionan desde el sistema operativo –sistema en el que el hombre no puede penetrar ni lo puede comprender (ver Artículo IX).

Lo único que podemos saber y comprender es que Allah el Altísimo, el Agente externo, diseño este universo, lo originó y lo manifestó en la pantalla existencial, como una película, como una filmación. Y de la misma manera lo recogerá y volverá a Su Mano. Todo lo demás son teorías que no resisten el más mínimo interrogatorio.