El fantasioso mundo Disney se está convirtiendo en realidad científica

Hace ya un tiempo que no cesan de aparecer artículos en los que se propone la hipótesis de que los animales estén investidos de consciencia, y no solo los mamíferos, sino también las aves, incluso los animales invertebrados. Y esta dislocación interpretativa de la conducta animal es la consecuencia de que, en la filosofía occidental, ya desde los griegos, se haya obviado el concepto “consciencia”. Y ello hace que ahora estos “científicos” carezcan de referencias a la hora de otorgar esta facultad a un abejorro o a un cangrejo. Los europeos han construido su epistemología sin otro material que el pensamiento. Si no, ahí está su máxima preferida: “Cogito, ergo sum.” Y desde este postulado al más aberrante materialismo solo hay un paso –que los “pensadores” occidentales no han vacilado en dar.

Uno de estos artículos, aparecido recientemente en Vozpopuli (Ciencia) bajo el título “¿Sienten los cangrejos? ¿Y las plantas? La consciencia no es exclusiva del ser humano”, de Sergio Escamilla Ruiz, es el que reproducimos y comentamos a continuación:

La consciencia es la capacidad de experimentar el mundo. Las sensaciones que proporcionan los sentidos, las emociones, los pensamientos y las voliciones constituyen ejemplos de experiencias conscientes. Y esto abarca desde ver el cielo azul u oler una rosa hasta sentir dolor o alegría. Pero, ¿quién es consciente? Yo lo soy, de eso estoy seguro. El resto de seres humanos tienen un comportamiento muy similar al mío y forman parte de la misma especie. Por tanto, no encuentro ninguna razón para afirmar que no experimenten el mundo igual que yo.

Esta observación de Sergio es indicativa de que ni él ni la mayoría de sus semejantes sean conscientes, ni entiendan lo que es la consciencia. Lo que vemos en el comportamiento de la mayoría de los individuos que componen la humanidad es, precisamente, una absoluta ghafla –inconsciencia, dejadez, negligencia.

Sergio investiga la conducta de los animales para ver si también ellos están dotados de consciencia, pero no se sorprende del hecho de existir, de haber llegado a un universo completo, terminado, en el que cada uno de sus elementos, de sus ciclos, es más complicado que él mismo.

¿Fue una bacteria –de la que presumiblemente descendemos todos– la que ya entonces nos diseñó? ¿Y diseñó la función clorofílica? Probablemente Sergio responda que no fue esa bacteria, sino la evolución. Mas entonces habrá que dar a ese fenómeno la capacidad de diseñar un mundo portentoso, de una complejidad irreductible, en el que todos sus elementos están afinados; y, al mismo tiempo, dotado de voluntad y de poder para manifestar ese diseño. Esas son las características con las que el sistema profético siempre ha calificado al Creador, a Dios, al Altísimo. Mas estos científicos están convencidos de que al cambiar su nombre –Allah– por el de “evolución” o “naturaleza” han terminado con el problema. En realidad, no han hecho, sino empezar.

Este argumento se puede extender fácilmente al resto de mamíferos. Todos estamos estrechamente emparentados, tenemos cerebros, cuerpos e incluso comportamientos muy similares. ¿Por qué negaríamos entonces que ellos también son conscientes? Afirmar que un perro lo es simplemente significa que no solo su cerebro procesa la información visual, sino que ve; que no solo procesa información relacionada con una herida, sino que siente dolor. Todo aquel que tenga un perro conoce la emoción tan intensa que sienten cuando su dueño vuelve a casa tras un día de trabajo. La palabra sentir hace referencia a la experiencia consciente.

Esta observación de Sergio es dramáticamente correcta. Las sociedades humanas y la mayoría de los individuos que las componen tienen un comportamiento muy similar al de los animales. Y ello porque el comportamiento de esta mayoría de individuos, y por lo tanto de sus sociedades, se ha construido sobre una aterradora inconsciencia, de forma que lo que vemos son sociedades de animales que caminan a dos patas. En vano al cruzarnos con cualquiera de ellos encontraremos en sus rostros una sonrisa cómplice –la enigmática sonrisa que proyecta la consciencia.

Toda la terminología que utiliza Sergio a la hora de analizar la conducta de un perro es propia de los seres humanos, incluso de los ghafilun –de los inconscientes, pues también estos sienten y relacionan la herida que ven en su mano con el dolor que experimentan. Mas el perro, un complejísimo programa, simplemente manifiesta síntomas que expresan dolor. Y ello hace que el hombre imagine que este perro está “sintiendo” lo mismo que él, de la misma forma. El perro aúlla y se lame la herida con la lengua, pero no siente ni experimenta dolor, ya que sentir y experimentar dolor implica poseer un lenguaje conceptual –lenguaje éste del que carecen los perros y el resto de los animales.

Al resultar herido en un accidente, el perro de Sergio no podrá reflexionar sobre lo que le ha acontecido, ya que el proceso consciente de un suceso nos lleva siempre hasta el umbral mismo de la creación. El perro se lame la herida, pero no reflexiona sobre el hecho de ser un perro, de haber sido negligente a la hora de cruzar la calle. No se rebela contra su condición canina ni piensa en cambiarla, ya que su propia configuración física le impediría otra forma de vida. No se pregunta sobre cómo llegó a la existencia o por qué ha de morir, ya que vida y muerte son conceptos ajenos a su cognición, a su lenguaje. Mira el cielo en una noche estrellada, pero no se pregunta para qué están allí esas estrellas, quién ha organizado el movimiento de la Luna en casas, en fases… Ni siquiera existe en él la noción de tiempo, ni la noción de noche ni de día. ¿En qué punto, pues, de su devenir existencial podremos situar la consciencia? ¿Acaso es consciente de que, si su herida sangra, ello significa que dentro de su cuerpo hay sangre? Más tarde ve que se coagula este dense líquido hasta convertirse en una costra. ¿Lo ve? ¿Lo entiende? ¿Esperará que en la siguiente herida ocurra lo mismo?

¿Por qué, entonces, hablamos de consciencia cuando nos referimos a los animales, incluso a los mamíferos de configuración más compleja? Lo hacemos porque este mismo comportamiento lo vemos reproducido en la mayoría de los seres humanos. El hombre, en general, vive ajeno a su realidad. Hace años que ha dejado de observar la Luna, de preguntarse por el Creador de este universo, por la finalidad de la existencia. Se hace una herida en la mano y se la lame con la lengua como el perro, para después ponerse una tirita, y todo ello de forma automática. Y esta nueva condición de inconsciencia en la que vive el hombre de hoy, la misma en la que viven los animales, le hace presuponer que también ellos tienen consciencia, sin darse cuenta de que ni ellos ni él la tienen. Se asemejan en la inconsciencia y en los comportamientos en los que ésta se expresa.

De nuevo podemos hacer un salto similar y conceder la capacidad de experimentar el mundo a todos los vertebrados. O, al menos, a muchos de ellos. Algunas aves (como los cuervos o los loros) tienen mayor densidad de neuronas que el cerebro humano, presentan conductas muy complejas y demuestran una gran inteligencia.

El artículo de Sergio, como por otra parte la mayoría de los artículos de este tipo, son meras peticiones de principio. ¿Qué significa que los cuervos y los loros «presentan conductas muy complejas y demuestran una gran inteligencia»? ¿Todavía no se ha dado cuenta Sergio de que se trata de programas y de que es el Programador él que posee una gran inteligencia? ¿Cuál es la vida de un cuervo o de un loro? ¿Cuál es su mundo interior? ¿Para qué desarrollo cognitivo se sirven de su inteligencia? Sergio no entiende que consciencia significa, ante todo, salirse de la rutina existencial, observarse a sí mismo y observar la creación. Significa reflexionar hasta conectar con el Creador. ¿En qué punto de este proceso están los cuervos y los loros?

La clave para entender esta desquiciada interpretación zoológica la encontramos en este mismo artículo, al final, en el último párrafo:

«Hasta que no haya una teoría de la consciencia que explique su naturaleza más fundamental y sea capaz de inferir qué características necesita un sistema físico para ser consciente, no podremos afirmar con cierta seguridad qué organismos lo son y cuáles no.»

Es decir, la comunidad científica no sabe lo que es la consciencia, cuáles son sus características, su naturaleza intrínseca. Y, sin embargo, continúa el párrafo:

«No obstante, la comunidad científica no duda en otorgar esta facultad a todos los mamíferos y algunas aves. Algunos expertos van más allá y también se la atribuyen a todos los vertebrados y la mayoría de invertebrados.»

¿En base a qué estos «expertos», pasando por alto su desconocimiento de la naturaleza y de las características de la consciencia, se la otorgan incluso a las cucarachas? ¿De qué son expertos? Obviamente, del más infantil encubrimiento.

En la Declaración de Cambridge de 2012, un conjunto de neurocientíficos expertos en consciencia cristalizó un consenso al afirmar que, como mínimo, todos los mamíferos y las aves son conscientes.

¿Qué significa la expresión «expertos en consciencia», cuando el propio Sergio reconoce que la comunidad científica todavía no sabe qué es la consciencia? Y, por lo tanto, no puede, en todo rigor, otorgársela a nada ni a nadie. Repasemos la declaración de Sergio:

«Hasta que no haya una teoría de la consciencia que explique su naturaleza más fundamental y sea capaz de inferir qué características necesita un sistema físico para ser consciente, no podremos afirmar con cierta seguridad qué organismos lo son y cuáles no.»

No costaría ir más allá y otorgar esta facultad a otros vertebrados como los peces. Incluso hay indicios de que algunos podrían tener autoconsciencia, un tipo de experiencia que consiste en sentir que el individuo constituye un ser independiente del medio ambiente y de otros seres. Antes, esta percepción solo se consideraba presente en un puñado de animales considerados por algunos como “superiores”.

¿Pueden estos expertos comunicarse a través de un lenguaje conceptual con los peces que «se sienten» independientes de su medio? ¿Pueden comprobar a través del lenguaje que estos peces realmente tienen autoconsciencia de sí mismos y ven el mundo exterior como algo diferente? Si esto fuera así, esta autoconsciencia les obligaría a preguntarse quién ha originado este mundo exterior y a ellos mismos. ¿Es en estas reflexiones en las que pasan su tiempo libre los delfines o los renacuajos de algún que otro anfibio?

El siguiente paso es más difícil de dar. Supone un duro golpe para la autoestima humana conceder a los invertebrados algo que hace apenas unas décadas se consideraba exclusivo de nuestra especie. Sin embargo, hay evidencias que indican que crustáceos como los cangrejosinsectos como los abejorros y cefalópodos como los pulpos también tienen la capacidad de experimentar el mundo. Concretamente, de sentir dolor.

En un experimento famoso, un grupo de investigadores escogió como objeto de estudio al cangrejo ermitaño, que usa varios tipos de conchas para refugiarse, con preferencia por unas sobre otras. Los científicos infligieron descargas eléctricas en la concha del crustáceo y vieron cuánto tardaba el cangrejo en abandonarla.

Cuando el animal estaba protegido por una concha que no le gustaba, tan solo aguantaba unos calambrazos. Pero si se encontraba en una de sus “casas” favoritas, los soportaba una y otra vez, negándose a abandonarla.

Es cierto que un comportamiento de huida en respuesta a un estímulo doloroso no implica consciencia. Por ejemplo, cuando cogemos una taza que está ardiendo, se produce un reflejo: la soltamos antes de empezar a abrasarnos. Ha habido un comportamiento en ausencia de consciencia. ¿No será esto lo que observamos en el cangrejo ermitaño?

Pues no. El hecho de resistir más descargas eléctricas cuando está en su concha favorita indica que tiene en cuenta los pros y los contras de la situación. Hace una valoración y toma una decisión. También apunta a que se está produciendo una integración al nivel del sistema nervioso entre fuentes de información tan diferentes como el dolor y la valoración de su refugio. Muchos científicos consideran que esto es una evidencia de que no se trata de un reflejo, sino de que el cangrejo siente dolor.

De nuevo –la errónea comprensión del concepto «consciencia». ¿Dónde está la relación entre soltar una taza ardiente y la falta de consciencia? Si ésta estaba activada, habremos sido plenamente conscientes de este hecho y ello nos habrá llevado a una reflexión que no acabará en el mero hecho de sentir dolor, sino que continuará en el asombro ante la perfección de nuestro cuerpo; en cómo la lluvia se vierte sobre grandes superficies en forma de gotas que gentilmente empapan la tierra; para acabar exclamando «¡en verdad que no han creado todo esto en vano!»

Y de nuevo –el uso de una terminología antropomórfica con la que encubrir la realidad del «programa animal». ¿Cómo puede alguien consciente hablar de «concha favorita, tener en cuenta los pros y los contras de la situación, hacer una valoración, tomar una decisión, preferir…» refiriéndose a un animal, a un cangrejo ermitaño –nombre éste que ya indica un intento de otorgar conceptos humanos a los animales?

Sin duda que ninguno de estos «expertos» ha analizado las consecuencias, lo que implicaría que un cangrejo tenga en cuenta los pros y los contras de una situación, que valore, que tome una decisión, que prefiera… La mayoría de los seres humanos sería incapaz de llevar a cabo estas funciones. Más aún, ¿cómo podríamos comernos estos cangrejos, estos animales que valoran y analizan los pros y los contras? En verdad que sería un asesinato en toda regla.

Abriendo aún más el abanico, incluso las plantas presentan comportamientos –se comunican entre sí, aprenden de experiencias previas, se defienden de amenazas…– que no dudaríamos de calificar de inteligentes en caso de darse en animales. ¿Viene esa conducta acompañada de experiencia subjetiva? Esta es la hipótesis que plantean investigadores de la Universidad de Murcia. No afirman que las plantas sean conscientes, sino que vale la pena explorar tal posibilidad.

El comportamiento de las plantas indica un alto grado de superioridad con respecto a los investigadores de Murcia, pues éstas no pierden el tiempo valorando ese tipo de hipótesis. El «programa planta» es muy complejo, pero, como todo programa, carente de consciencia. Y gracias a esa inconsciencia siguen fabricando moléculas de azúcar, que al ingerirlas los animales y los seres humanos reciben la energía vital que necesitan.

Ya hemos dicho que la consciencia activa la reflexión y ésta nos lleva a la rebeldía. Hace tiempo que las plantas habrían exigido un pago por parte de animales y humanos antes de ser devoradas por estos, pues sin su precioso azúcar el resto de los seres vivos no existirían. ¿No es esto lo que hacemos los hombres? ¿No debemos pagar a otros hombres por cada cosa que adquirimos de ellos? ¿No exigen los países más poderosos sometimiento a los más débiles? Por lo tanto, la reflexión que activa la consciencia sin una clara comprensión de la trama existencial, originará siempre rebeldía y opresión de unos sobre otros. ¿Por qué, entonces, no vemos esta rebeldía manifestarse en la conducta de animales y plantas? Precisamente porque carecen de consciencia.

Y en este párrafo llegamos al colmo del absurdo epistemológico –las plantas «aprenden de experiencias anteriores, se comunican entre sí, se defienden de amenazas…» Y todo ello con plena consciencia.

Seamos ahora un poco más conservadores. Quizás no todos los invertebrados sean conscientes. Pero al menos algunos cangrejos, abejas y cefalópodos parece que sí. El linaje evolutivo de los pulpos se separó del nuestro hace más de 500 millones de años. ¿Cómo es posible que ellos también posean este atributo? Solo caben dos posibilidades:

1. La consciencia está ahí desde el principio: es una característica inherente a los animales.

2. Es una propiedad de los sistemasnerviosos complejos, desarrollados mediante vías evolutivas totalmente independientes (caso de los cefalópodos y vertebrados). Esta hipótesis implicaría que solo aquellos animales dotados de sistemas nerviosos que alcanzan cierto nivel de complejidad serían conscientes.

La consciencia, inherente al Creador, es lo único que siempre permanece, haya o no haya universo; haya o no haya creación. Mas la manifestación de esa consciencia tuvo lugar en el momento en el que surgió el hombre –no por evolución, sino de la tierra, a partir de una sola célula activada por partenogénesis. Y es el hombre el único dotado de consciencia porque es el único ser vivo que la necesita para conectar con su Creador a través de un lenguaje conceptual, comprender la existencia y ser capaz de agradecer.

Hasta que no haya una teoría de la consciencia que explique su naturaleza más fundamental y sea capaz de inferir qué características necesita un sistema físico para ser consciente, no podremos afirmar con cierta seguridad qué organismos lo son y cuáles no. No obstante, la comunidad científica no duda en otorgar esta facultad a todos los mamíferos y algunas aves. Algunos expertos van más allá y también se la atribuyen a todos los vertebrados y la mayoría de invertebrados.

La frivolidad con la que se está tratando el tema de la consciencia es ya un indicativo de que a nadie le interesa, en realidad, conocer el sistema de creación del Altísimo. No obstante asombra esa neurótica insistencia de situar los animales al mismo nivel cognitivo que el hombre o, incluso, a un nivel superior: «Algunas aves (como los cuervos o los loros) tienen mayor densidad de neuronas que el cerebro humano, presentan conductas muy complejas y demuestran una gran inteligencia.» Hay una paranoica necesidad de rebajar al hombre, de no darle más importancia que la que damos a los animales o a las plantas –nuestros hermanos, de quienes descendemos «evolutivamente». Y los «saltos» que se ha pegado Sergio no tendrían por qué acabar en el mundo vegetal. El físico Arthur Sala declaraba en un programa presentado por Biólgosporlaverdad –y lo hacía de forma rotunda– que las microcimas tenían consciencia.

¿En qué ha quedado, pues, el hombre? En un mamífero más, o quizás menos, habitando un planeta relativamente pequeño, incrustado en un sistema solar; un punto indiferenciado en el universo. Y se habla de otros planetas, otras Tierras como la nuestra, infestadas de exuberante vida, aunque no haya evidencia alguna de su existencia. Y se habla de extraterrestres, de trillones de galaxias, de materia oscura… sin mostrar ninguna prueba de todo ello, pues la ciencia prefiere las hipótesis –que siempre van a parar a los libros de texto y de ahí pasan a ser verdades incontestables.

Mas ¿cómo es posible que el hombre –la criatura más pretenciosa y arrogante de cuantas podemos imaginar que existan– se ha rebajado a sí mismo, se ha humillado y ha preferido atribuirse una estirpe bacteriana? Esta contradicción es solo aparente, una estrategia para acostumbrar a la masa, al hombre común, a las fases por las que está pasando el desmonte existencial. De momento, ni loros ni cangrejos ocupan ningún escaño en ningún parlamento ni asesoran a ningún presidente.

Mas ya se han conseguido varios objetivos. Por ejemplo –eliminar de la memoria colectiva el concepto de un Dios Creador. No hacía ninguna falta para justificar un universo azaroso o una vida como resultado de reacciones químicas. La evolución, la naturaleza, se bastan para producir este universo. Mas si resulta inoperante la existencia de este Dios, tendrá que ser el hombre quien se encargue de ajustar este universo a sus necesidades, a sus intereses.

Y así vemos cómo el hombre, esta petulante criatura, se ha humillado para renacer de las cenizas como la única deidad posible. Y por muy estrafalario y anómalo que parezca este proceso, esta estrategia, lo cierto es que está funcionando y la mayoría de los individuos la ha aceptado como algo plausible, lógico y liberador.

El mundo Disney es ahora una realidad científica. Aquellos animales que hablaban, sentían, cantaban, bailaban, urdían maquinaciones entre ellos… han resultado ser reales. Mas ¿cómo, entonces, los leones Disney podrían alimentarse cazando gacelas, cebras, jirafas –todas ellas criaturas conscientes, capaces de valorar los pros y los contras, de aprender, de calcular, de preferir? Quizás se trate de leones vegetarianos, pero ya hemos visto que también las plantas tienen consciencia. No habrá otro remedio que pasarnos a comida sintética –la que está fabricando Bill Gates.

Y éste es solo el principio. A ver qué nos depara el fatídico año 2030. A ver qué peldaños tendrá el hombre que seguir descendiendo en la escala de los seres vivos. A ver qué rostros tendrán los nuevos dioses.

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