Partamos de la siguiente formulación: si son las bacterias y los virus los que nos enferman y matan, o son los elementos del mundo exterior al activar o desactivar nuestros genes, o se trata de microbios venidos del espacio profundo… lo único cierto que tenemos, lo único de lo que no nos cabe la menor duda, es el hecho irrefutable de que no hemos dejado de morir y de que seguiremos enfermando y muriendo para desmayo de los científicos. Y éste debería ser el quid de la cuestión, el punto de partida a la hora de reflexionar, investigar y observar.
Es cierto que astrofísicos y biólogos se encuentran en vía muerta y algunos ya han empezado a retroceder siguiendo las huellas que han dejado sus pasos. Mas este caminar hacia atrás, muy propio de los cangrejos, no va a resolver el problema. Si continúan utilizando el método científico para buscar otras rutas, otras teorías, siempre volverán a la misma vía muerta.
Por el contrario, deberíamos partir del hecho incontestable de que no estuvimos allí cuando se diseñó y se edificó este universo. Tampoco estuvimos cuando se vivificó la primera nafs –la primera entidad viva independiente. Ni siquiera estuvimos presentes cuando fuimos nosotros mismos diseñados y originados en la tierra. Y esta ausencia nos impide entender el proceso de creación a través del cual fue surgiendo la existencia.
¿Por qué los orígenes de la vida siguen siendo un misterio y cómo lo descifraremos? Para explicar cómo comenzó la vida en la Tierra, el gran desafío es identificar las moléculas y los procesos que permiten que los sistemas químicos no vivos se vuelvan más complejos. «Es una de estas grandes preguntas de las que realmente no tenemos ni idea en este momento», dice Lena Vincent del Laboratorio de Propulsión a Chorro de la NASA en Pasadena, California. “Cualquiera que diga lo contrario dará a entender que no ha comprendido nada sobre el origen de la vida”.
«Why the origins of life remain a mystery – and how we will crack it», Michael Marshall, New Scientis, 10 de mayo de 2023
Y no otra es la razón de que se encuentre el hombre en medio de un mundo acabado, completo; un mundo en cuyo diseño no ha participado y por ello no entiende su origen, ni el origen de la vida. Son dos realidades que se han ido expresando a través de un sistema operativo ensamblado en un ámbito ontológicamente diferente al ámbito del sistema funcional –del sistema comprensible para nuestros sentidos y nuestra cognición.
Y a lo que nuestros sentidos y nuestra cognición nos empujan es a responder a la pregunta: ¿Por qué morimos? Por qué se ha generado este grandioso mecanismo que llamamos existencia, de una irreductible complejidad, sin más razón que la de existir para después desaparecer. Y, sin embargo, tras una primera observación, eso es lo que vemos –seres vivos que nacen y luego mueren, confundiéndose con la tierra, con el barro del que una vez fueron producidos.
Para responder a esta pregunta – ¿qué es lo que realmente muere? – no menos obviada que la anterior por los científicos necesitaremos analizar el ensamblaje operativo de los seres vivos. Todos ellos participan del mismo número de piezas. La primera de ellas es la nafs, la entidad individualizada, definida por su carácter o conjunto de cualidades, de atributos, que derivan del «carácter divino». En el caso del hombre este carácter está matizado por su relatividad. En todos los seres humanos hay algo de bondad, mas al no manifestarse ésta de forma absoluta, esa bondad va acompañada de elementos negativos –habrá junto a ella, por ejemplo, ciertas dosis de envidia, de rencor.
Esta pieza, la nafs, necesitará de una segunda pieza, un cuerpo, un soporte en el que poder manifestarse. Y éste, a modo de vehículo, estará afinado con la configuración específica de cada nafs, y con la configuración propia de este universo. Tendrá que haber, pues, un acoplamiento entre la nafs y su cuerpo, ya que éste no es parte de aquélla, sino su locus. Y este ajuste, que tardará años en completarse, generará en el hombre la falsa idea de que él no es otra cosa que su cuerpo, lo que le llevará a la errónea conclusión de que cuando su cuerpo muere, él muere. Por lo tanto, el proceso educativo que debería sufrir todo ser humano sería el de permitir, al principio, el ensamblaje entre la nafs y el cuerpo, para después comprender que son dos elementos distintos que van unidos durante el tiempo que la nafs permanece en este mundo.
La tercera pieza es el ruh, o energía vivificadora –la «energía», la «fuerza», el «aliento» que da vida al conjunto de elementos inertes que constituyen el cuerpo en el que va montada la nafs.
Estas son las tres piezas del mecanismo «ser vivo».
Sin embargo, el elemento diferenciador que distingue entre el hombre y el resto de los seres vivos que habitan en la Tierra es la consciencia –que interactúa con las capacidades cognitivas a través del dispositivo llamado fuad, que podríamos traducir por «corazón sutil» o «corazón de la derecha». Y esta consciencia activa la reflexión, que, a su vez, nos lleva a indagar sobre la identidad del Diseñador, Productor, Creador… de este universo en el que nos encontramos inmersos sin que hayamos tenido nada que ver en su diseño y configuración, ni nosotros, ni ninguna otra especie viva. Es la consciencia la que nos hace inmortales, la que hace inmortal a la nafs, que irá cambiando de cuerpos según abandona una fase existencial para pasar a la siguiente.
¿No es, pues, un altercado epistemológico el intentar averiguar qué es lo que nos mata en vez de entender que la muerte es un elemento imprescindible del viaje existencial? Por lo tanto, busquemos la salud, no la longevidad.
Nos interesa mantener activa la consciencia, de forma que nos convirtamos en testigos de la creación, de su Creador y del PROYECTO SER HUMANO, para cuya consecución se ha originado este universo.
Los biólogos ya no saldrán de su fatal extravío. Incluso se están enclaustrando detrás del muro de su conocimiento intrascendente.
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